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martes, 20 de junio de 2017

La otra cara de la globalización

Por Alejandro Llano, El País, España
Está muy bien que se empiece a hablar del 'rostro humano de la globalización', porque ciertamente lo tiene. Es un grandioso fenómeno que nos une, que nos aproxima, que -por la facilidad de los medios de transporte y las nuevas tecnologías de la comunicación- nos acerca unos a otros de un modo impensable hace tan sólo una década. Pero lo interesante de lemas y divisas no es tanto lo que dicen como lo que sugieren o, expresado con cierta malicia, lo que 'delatan' o 'traicionan'. Si hay un rostro humano de la globalización es porque -cual Jano bifronte- también tiene otra cara, menos cercana a la persona, menos humana, deshumanizadora quizá. Y, como suele pasar con la discusión intelectual de cualquier tema, el meollo de la cuestión se nos revela mejor si jugamos a contraponer los dos costados del problema para adquirir una visión sintética del fenómeno de que se trate, sin olvidar que 'sintética' equivale a 'constructiva', 'elaboradora', 'creativa'.
Por fortuna, han pasado los días del entusiasmo indiscriminado y poco reflexivo por la globalización, una de cuyas más notorias paradojas es su carácter escasamente global. Los estudiosos del tema calculan que toda la parafernalia de la mundialización -compuesta por las nuevas tecnologías informáticas y telemáticas, la new economy neoliberal, la interpenetración de las culturas o multiculturalismo y la llamada 'sociedad de la información'- sólo afecta al 15% de la población mundial, mientras que gran parte del resto sigue viviendo en unos niveles que van desde el neolítico hasta los bordes inferiores de la civilización romana. Baste apuntar que el 65% de los habitantes del planeta nunca ha hecho una llamada telefónica y que en la isla de Manhattan hay más conexiones electrónicas que en toda África.
Así las cosas, podemos afirmar que lo primero que se ha globalizado es la pobreza. Y un personaje tan poco sospechoso como Michel de Camdessus ha declarado recientemente que 'la pobreza puede hacer saltar todo el sistema'. Viene a mi memoria lo que nos pasaba en el campamento de milicias universitarias con los lanzagranadas, el hispano bazooka: lo importante no era que el proyectil diera en el blanco -empeño desechado de entrada-, sino que el 'rebufo' no escaldara a la mitad de la compañía. Es a lo que los sociólogos llaman 'efectos perversos', que parecen multiplicarse cuando las soluciones que se buscan a los problemas se apartan de la tierra natal de las personas y sus relaciones insustituiblesLa irrupción de los procesos mundializadores ha conducido a que la distancia de riqueza entre los países -y, dentro de cada uno, entre sus diversos niveles sociales- haya crecido en los últimos lustros. La diferencia entre un rico de un país rico y un pobre de un país pobre es un abismo que no se había registrado nunca hasta nuestro tiempo. En términos generales, según algunos historiadores de la economía, hace mil años la distancia entre el país más rico del planeta (a la sazón China) y los más pobres (entre ellos, la mísera Europa) era de 1,2 a 1. Hoy, esa desproporción entre acaudalados y miserables se eleva a la relación de 9 a 1, y sigue creciendo sin interrupción. Quizá esta dinámica de desigualdad brote de las necesidades internas del nuevo modo de trabajar y comunicarse. Pero yo diría con Richard Sennett: 'No sé cuáles son los programas políticos que surgen de esas necesidades internas, pero sí sé que un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón humana para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad’.
Estamos ante una globalización monocéntrica, que habla (mal) inglés y tiene su núcleo en Estados Unidos y 'países satélites'. Se trata, por consiguiente, de una estructura unilateral y estática (otra paradoja), en la que no hay apenas feed-back ni descentralización sistémica. Así entendida -lamento decirlo con otros muchos-, la globalización es un procedimiento para que los poderosos se aprovechen de los débiles. Ahora bien, y aquí surge la 'oportunidad vital', la propia estructura tecnológica y económica en la que se apoya la mundialización abre la posibilidad de establecer en los lugares más insospechados del planeta una dinámica endógena, es decir, una emergencia de creatividad y talento que puede dejar 'descolocados', al menos durante alguna temporada, a los presuntos árbitros de la situación. Y de esto, afortunadamente, también empieza a haber algunos ejemplos.
Las condiciones de posibilidad de ese dinamismo endogénico no estriban en la adquisición masiva de ordenadores, en la apertura de sucursales de empresas multinacionales a pie de obra, o -menos aún- en la patética idea de la Cumbre del Milenio en Nueva York, consistente en instalar una terminal de Internet en cada escuela del Tercer Mundo (sin aclarar en dónde sería posible enchufarla, ya no a la Red, sino a la corriente eléctrica, y qué comerían los niños y niñas entre web y web). Tales condiciones de posibilidad residen, a mi entender, en la elevación del nivel educativo y cultural, para lo que resulta decisivo distinguir la informacióndel conocimiento. La información es algo externo a la mujer y al hombre, algo que hay que extraer, transmitir, organizar, procesar y, si se tercia, manipular. El conocimiento, en cambio, constituye el rendimiento vital por excelencia de ese animal que habla, el ser humano. Es un crecimiento en su ser, un avance hacia sí mismo, una interna potenciación de sus posibilidades más características.
Éste puede ser el rostro humano de la globalización: la posibilidad de intercambiar y difundir conocimientos en una sociedad en la que el saber -y no las mercancías o los territorios- es la clave de la riqueza de las naciones. El conocimiento no es propiedad de nadie, es difusivo de suyo, no se agota nunca, se acrecienta al compartirlo. Su intercambio presenta, por tanto, caracteres antitéticos a los del mercado (como empieza a manifestarse en algunos aspectos del e-commerce, según ha señalado Jeremy Rifkin). Mientras que la cara excluyente y cerrada de la mundialización es lo que ya Nietzsche llamó 'el mercado universal', cuyas transacciones siempre acaban beneficiando casualmente a los mismos, su lado más humano se asemeja al areópago: un espacio libre y abierto para un saber que se hace accesible a todos.
Alejandro Llano es catedrático de Filosofía de la Universidad de Navarra.

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