Párrafos de una conferencia del entonces Cardenal Ratzinger, publicada en 1992
Una vez un colega de más edad, al que preocupaba la situación del
ser cristiano en nuestro tiempo, en el curso de una discusión expresó la
opinión de que había que dar realmente gracias a Dios por haber concedido a
tantos hombres poder ser increyentes con buena conciencia. En realidad, si se
les hubiera abierto los ojos y se hubiesen hecho creyentes, no habrían sido
capaces en un mundo como el nuestro de llevar el peso de la fe y de los deberes
morales que de ella se derivan. En cambio, puesto que siguen otro camino con
buena conciencia, pueden sin embargo conseguir la salvación. Lo que me dejó
atónito de esta afirmación no fue ante todo la idea de una conciencia errónea
concedida por el mismo Dios para poder salvar con esta estratagema a los
hombres; la idea, por así decirlo, de una obcecación enviada por Dios mismo
para salvar a las personas en cuestión. Lo que me turbó fue la concepción de
que la fe es un peso difícil de llevar y de que es apto sólo para naturalezas
particularmente fuertes, como una especie de castigo o, en todo caso, un conjunto
oneroso de exigencias a las que no es fácil hacer frente. De acuerdo con esta
concepción, la fe, lejos de hacer más accesible la salvación, la haría más
difícil. Por tanto, debería ser más feliz justamente aquel al que no se le
impone la carga de tener que creer y someterse al yugo moral que supone la fe
de la Iglesia católica. La conciencia errónea, que le permite a uno llevar una
vida más fácil e indica una vida más humana, sería por tanto la verdadera
gracia, la vía normal para la salvación. La no verdad, permanecer alejado de la
verdad, sería para el hombre mejor que la verdad. No es la verdad la que le
libra, sino más bien debe ser liberado de ella. El hombre está a su gusto más
en las tinieblas que en la luz; la fe no es un hermoso don de Dios, sino más
bien una maldición. Siendo así las cosas, ¿cómo puede provenir alegría de la
fe? ¿Quién podría incluso tener el valor de transmitir la fe a otros? ¿No sería
mejor por el contrario ahorrarles este peso y mantenerlos lejos de él? En los
últimos decenios, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el
impulso de la evangelización. (...)
Después de semejante conversación tuve la
plena certeza de que algo no cuadraba en esta teoría sobre el poder
justificador de la conciencia subjetiva; en otras palabras, estuve seguro de
que debía ser falsa una concepción de la conciencia que llevaba a tales
conclusiones. Una firme convicción subjetiva y la consiguiente falta de dudas y
escrúpulos no justifican en absoluto al hombre. (...) Görres muestra que el sentido
de culpa, la capacidad de reconocer la culpa, pertenece a la esencia misma de
la estructura psicológica del hombre. El sentido de culpa, que rompe una falsa
serenidad de conciencia y que puede definirse como una protesta de la
conciencia contra la existencia satisfecha de sí, es tan necesario para hombre
como el dolor físico en cuanto síntoma que permite reconocer las alteraciones
de las funciones normales del organismo. El que ya no es capaz de percibir la
culpa está espiritualmente enfermo, es “un cadáver viviente, una máscara de
teatro”, como dice Görres. (...) “Todos los hombres tienen necesidad del
sentido de culpa”. (...)
Por algo en el
encuentro con Jesús el que se justifica aparece como el que está verdaderamente
perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados, es más justificado
en presencia de Dios que el fariseo con todas sus obras verdaderamente buenas
(Lc 18,9-14), es así no porque de algún modo los pecados del publicano no sean
verdaderamente pecados y las buenas obras del fariseo no sean buenas obras.
Esto no significa que el bien que el hombre realiza no sea bien delante de
Dios, ni que el mal no sea mal delante de él, ni tampoco que esto no sea en el
fondo tan importante. La verdadera razón de este juicio paradójico de Dios
aparece justamente a partir de nuestra cuestión: el fariseo no sabe ya que
también él tiene culpas. están completamente en paz con su conciencia. Mas este
silencio de la conciencia le hace impenetrable para Dios y para los hombres. En
cambio, el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano, le hace capaz
de verdad y de amor. Por eso Jesús puede actuar con éxito entre los pecadores:
porque no sean vuelto impermeables tras la mampara de una conciencia errónea,
del cambio que Dios espera de ellos como de cada uno de nosotros. Por el
contrario, no puede tener éxito con los
“justos” precisamente porque les parece que no tienen necesidad de
perdón y de conversión, pues su conciencia no les acusa ya, sino que más bien
los justifica.
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