El escritor David Foster Wallace cuenta la historieta de dos peces jóvenes que se cruzaron con un pez más viejo y este les saludó de esta extraña manera: “Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?”. Los dos jóvenes siguieron nadando un trecho, hasta que uno miró al otro y le preguntó: “¿Qué demonios es el agua?”.
Al hombre de nuestro siglo, obsesionado por la productividad y la utilidad, le ocurre algo parecido: las realidades más obvias, ubicuas e importantes le pasan desapercibidas. Las tiene al alcance de la mano, son parte del aire que respira, pero no se da cuenta de que están ahí, simplemente porque no tienen utilidad práctica. Desprecia lo que vale de verdad, como la familia, los amigos, el amor, la salud, porque considera que son cosas inútiles, que no se compran y se venden, que no cuestan dinero, que no cotizan en bolsa.
¡Qué equivocado está el hombre de nuestro siglo! Porque lo que de verdad vale son todas esas cosas inútiles que, al fin y al cabo, serán las que nos harán felices. No se compran, es verdad, pero tampoco vienen de serie, sino que se adquieren en la familia. Allí aprendemos el valor de lo inútil: a compartir, a ponernos en el lugar del otro, a superar las frustraciones, a responsabilizarnos de nuestros actos, a poner límites a los deseos, a ser optimistas, a saber esperar, a ayudar, a agradecer, a perdonar, a escuchar, a rectificar, a respetar…
Esas inutilidades no nos aportan ganancias inmediatas ni beneficios prácticos; sin embargo, nos hacen ser mejores, algo que no pesa en la balanza del tener, pero que nos otorga el peso personal capaz de mantenernos en pie en las tempestades de la vida. Cuando en nuestra vida personal no nos salen las cuentas, no suele ser por falta de cosas, sino porque nos faltan esas inutilidades, que son las que, a la postre, cuentan para nuestra felicidad.
Solo en la familia se cultiva lo gratuito y lo inútil, porque solo en la familia se nos quiere por lo que somos, no por lo que tenemos. Fuera de ella el valor se confunde con el precio y la gratuidad con la estupidez. Sin esa educación de lo inútil, el espíritu humano se habría endurecido como las manos de oro del rey Midas, inútiles para algo tan simple como recoger una flor.
El filósofo japonés Kakuzo Okakura decía que la humanidad pasó del estado animal al humano cuando el primer hombre cortó una flor para dársela a su amada. Este gesto inútil lo aprendió seguramente en su familia y le permitió saborear, por primera vez, la felicidad.
La familia es el lugar donde se educa en lo inútil, donde se transmiten esos valores intangibles que nos hacen pertenecer a la raza humana. Gracias a ellos, lo útil no llega nunca a morir de éxito.
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