Los diagnósticos sobre la situación de la fe cristiana, sobre todo en Occidente, varían. Rod Dreher, redactor y bloguero de The American Conservative, que se ha hecho famoso por su propuesta de “la opción Benito” (“the Benedict Option”), cree que hay un evidente debilitamiento de los valores cristianos y que paulatinamente se ha configurado una cultura pública secularizada y hostil al cristianismo, además de implacable con el disenso. También para Charles J. Chaput, arzobispo de Filadelfia, vivimos en una sociedad poscristiana en la que el creyente comprometido vive como un “extraño en tierra extraña”, por emplear el título de su último ensayo, y señala que hay que repensar la manera de revertir esa preocupante tendencia.
Estos autores se refieren principalmente a la sociedad norteamericana, pero la cuestión es aplicable a otras. Sin embargo, no todos vierten un juicio tan negativo sobre la situación actual del cristianismo. R.R. Reno, director de First Things, afirma que ciertamente el contexto social y religioso se está transformando, tanto en EE.UU. como en otras partes del mundo; pero sería erróneo concluir que la causa cristiana “ha perdido en todos los frentes”. No hay solo síntomas de decadencia: también se perciben formas de vivir el cristianismo más sinceras y maduras. Y, por otro lado, no se trata de un desafío históricamente diferente a otros.
¿Alarmismo?
Pero Dreher y Chaput no han sido los únicos en diagnosticar un cambio de ciclo. Ambos hacen suyo el planteamiento del filósofo Alasdair MacIntyre, que en Tras la virtud habló del ocaso de Occidente debido al empobrecimiento cultural y moral de la Modernidad y expuso la necesidad de reconstruir la tradición. Apelan también a lo que vaticinó Benedicto XVI cuando todavía era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, para quien la pérdida de influencia del cristianismo llevaba a pensar en un futuro de comunidades más pequeñas, pero también más comprometidas.
Dreher quiere evitar a toda costa la falsificación del mensaje cristiano por la presión del credo posmoderno: por ello cree que lo más saludable sería aislarse para eludir la hostilidad que en su opinión muestra el entorno social hacia la religión. En The Benedict Option: A Strategy for Christian in a Post-Christian Nation (Sentinel), este escritor, que se convirtió al cristianismo ortodoxo tras recalar en el catolicismo, se inspira en la regla de San Benito, el genio monástico que contribuyó al resurgimiento de la cultura cristiana en la Edad Media, y exhorta a apartarse para vivir sin paliativos las exigencias de la fe.
Según opina James K.A. Smith en The Washington Post, esta estrategia nace de un miedo apocalíptico a la cultura contemporánea y aflora en cierto sectores cuando constatan que la tradición cristiana, antes predominante, ha perdido su poder y sus privilegios. Tanto Smith como Katelyn Beaty se lamentan de que, por ejemplo, en este tipo de diagnósticos pesimistas se pasen por alto la vitalidad de las comunidades afroamericanas en EE.UU. o el despertar de la fe en África y en Asia gracias a los movimientos pentecostales.
Además, este llamamiento al repliegue, ¿no estaría en contradicción con la invitación que el Papa Francisco ha cursado a los cristianos con el fin de que salgan a las periferias? Para Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de San Egidio, la intención del Papa es evangelizar mediante la implicación del cristiano en los problemas más acuciantes del momento, recuperando así el compromiso con la caridad, una de las señas de identidad propia de la cultura cristiana. Y recuerda que también las comunidades monásticas destacaron por su generosidad y entrega a los pobres.
Riccardi sostiene en Periferias. Crisis y novedades para la Iglesia (San Pablo) que mediante esta estrategia el cristianismo puede, en línea con el Concilio Vaticano II, aproximarse al hombre de hoy y recuperar su sentido misionero. De las diversas iniciativas que emprendan los cristianos para ayudar a aquellos que, alejados de la Iglesia, sufren o se sienten marginados, surgirá una comunidad “que será capaz de comunicar el Evangelio, de vivirlo en las periferias de las ciudades y de dar origen a diversos tipos de vivencias cristianas, aunque convergentes en la única gran familia de la Iglesia”.
El cristianismo como contracultura
Dreher, sin embargo, parece haber perdido la esperanza en el diálogo con una cultura pública “progresista” que, paradójicamente, se muestra intolerante con los valores religiosos. Una retirada a tiempo: esa es la consigna que propone para salvar la identidad del cristiano de la homogeneidad ideológica. A su juicio, la fragilidad de la familia, el eclipse de la moral y la difusión de valores relativistas, también entre creyentes, ha convertido la esfera pública en un lugar incómodo y difícil para vivir la fe. Para Dreher, resulta imprescindible trabajar en la construcción de “comunidades, instituciones y redes de resistencia” que contrarresten la corriente dominante y sean, por su forma de vida alternativa, piedra de escándalo para el mundo de hoy.
El cristianismo está llamado a convertirse en una “contracultura” moderna, y el cristiano, en el nuevo disidente. La “opción Benito” no es una filosofía, sino un movimiento estratégico para mantener la originalidad del mensaje cristiano en un mundo especialmente hostil. Y Dreher salpica todo su ensayo con testimonios, programas y proyectos que ya se han puesto en marcha: comunidades como The Alleluia, donde familias de carismáticos evangélicos y católicos viven plenamente su fe; o LuLaRoe, una empresa que comercializa ropa respetuosa con la dignidad de la mujer.
The Benedict Option actualiza el clásico “ora et labora” y lo adapta al mundo de hoy. Dreher propone convertir la familia en “un monasterio doméstico”, combatir la flojera ética con ascetismo y compensar la falta de cultura cristiana con la lectura de la Biblia y una sólida formación clásica. También apagar el ruido de las redes sociales o concebir el trabajo como vocación y servicio.
De hecho, explica que el cristiano debe estar dispuesto a abandonar su carrera profesional, por muy prometedora o lucrativa que esta sea, si resulta incompatible con su vida religiosa. Y constata que cada vez con mayor frecuencia los valores religiosos son combatidos en el ámbito laboral. Más controversia ha generado su opinión sobre la enseñanza: sugiere a los padres evitar la educación pública y matricular a sus hijos en colegios cristianos en los que la cultura actual aún no haya penetrado. De no ser posible, la opción más coherente sería el homeschooling.
Si los cristianos se retiran y construyen una suerte de “polis alternativa”, ¿no estarían condenándose a la marginalidad? Para Dreher, el peligro de “comerciar y transigir” con la cultura contemporánea exige este alejamiento. La finalidad es reforzar la identidad cristiana, sí, pero también constituir focos que irradien y ayuden a largo plazo a transformar la sociedad, como los monjes hicieron en la Edad Media. Pero este enclaustramiento, dice David Brooks en The New York Times, puede ser perjudicial: combate el dogmatismo laicista con uno de hechura cristiana y puede fomentar la intolerancia y los prejuicios, acentuando la disparidad entre cristianismo y mundo contemporáneo.
“Secularismo nihilista”
Los críticos de Dreher ven en la “opción Benito” una renuncia del cristiano a la participación social y política. Sin embargo, para este autor, lo que llama el “secularismo nihilista” resulta tan corrosivo, que ha infectado también el campo político. Derecha e izquierda, conservadores y liberales han resultado igual de conniventes con el deterioro de los valores tradicionales y sería ingenuo pensar que se pueden cambiar las cosas articulando una opción política. El mensaje cristiano es maximalista y no puede alterarse por motivos electoralistas: no implica evitar lo malo, sino sobre todo defender y promover lo bueno.
La desconfianza hacia la política, sin embargo, podría implicar la victoria del secularismo y su idea de privatizar lo religioso. Y no debe olvidarse, como señala Elizabeth Stoker Bruening, que el cristiano es también un ciudadano y que la religión es beneficiosa para la convivencia social. Si los creyentes renuncian a participar en su entorno, desaprovechan los medios de que disponen para transformar la sociedad y mejorarla. “La política no puede salvar el alma, pero puede hacer posible que los niños reciban atención sanitaria o que las familias pobres tengan alimentos o que las madres puedan disfrutar de la baja por maternidad sin la amenaza del desempleo o la pobreza”, explica Bruening.
Por su parte, Michael Kirke sostiene en Mercatornet que el planteamiento de Dreher es adecuado para los monjes, pero no para el cristiano corriente. Y apunta que el repliegue puede debilitar la vocación evangelizadora del cristiano. Recuerda también que ni los primeros cristianos ni san Benito “huyeron del mundo” para esquivar el ambiente, sino que intentaron, siguiendo cada uno su vocación personal, contribuir a la salvación de todas las gentes.
En este sentido, Charles Chaput, en Strangers in a Strange Land. Living the Catholic Faith in a Post-Christian World(Henry Holt and Co.), es menos pesimista en relación con la política. Según el arzobispo de Filadelfia, el cristiano debe involucrarse en la esfera social, pues a través de su acción pública puede transformar el clima político y cultural y ayudar a resolver los problemas de su tiempo, de los que no puede aislarse. Los cristianos, advierte, son las “células sanas del organismo social” y su contribución –desde la inmigración hasta el terrorismo– es indispensable para regenerar el clima actual.
Ahora bien, el repliegue que propone Dreher consiste en crear espacios sociales a cubierto del poder político y de la ideología dominante: ámbitos donde puedan surgir redes y grupos decididos a vivir en profundidad su compromiso religioso y que ayuden a recomponer los vínculos humanos y restañar la fragmentación social. Pero eso no significa que dichas comunidades tengan que ser cerradas o excluyentes. Propone una renovación social, pero desde abajo. Antes que alzar la voz en Washington, hay que intervenir localmente.
Batalla por la libertad religiosa
Por decirlo de otro modo, la participación política que defiende The Benedict Option es más sutil: la actitud antipolítica que anima a asumir es explícitamente un acto político y comprometido. A la manera de la disidencia anticomunista, la creación de “comunidades cristianas paralelas” es una protesta y un desafío a la ideología dominante, aunque esa forma de expresión de las preferencias políticas no siga los cauces institucionalizados.
Además, hay una batalla política que Dreher cree que es imprescindible abanderar: la defensa de la libertad religiosa para mantener espacios a salvo de las demandas de la moral pública mayoritaria o del Estado. En su opinión, ese es el único medio que dispone el cristiano para plantar cara a las tendencias secularistas y evitar la permeabilidad de sus valores. También Anthony Esolen, experto en cultura clásica, plantea, en su libro Out of the Ashes: Rebuilding American Culture (Regnery), la necesidad de promover comunidades pequeñas para regenerar un panorama cultural decadente.
Chaput y Dreher están de acuerdo, sin embargo, en que el frente más importante de esta guerra cultural a la que se enfrenta el cristiano es el del compromiso individual. Así pues, estos ensayos no son análisis sociológicos, ni históricos ni filosóficos –es más, estas partes son las menos importantes para su argumentación–, sino que exponen una maniobra espiritual y constituyen una llamada de atención dirigida al cristiano descafeinado –a las víctimas, por decirlo así, de la secularización–, al que se le urge a vivir su fe de forma madura y responsable. A pesar de las divergencias, hay un claro acuerdo: tanto para remontar la tendencia anticristiana como para renovar la cultura social y política, es preciso que el creyente asuma, sin complejos, su vocación de testigo y que su existencia sea una crítica y una protesta contra la superficialidad contemporánea.
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