Por Rocco Butiglione
En su obra Fenomenología
del Espíritu, G.W.F. Hegel nos muestra cuál es la dinámica del reconocimiento.
Ésta nace del enfrentamiento entre los hombres. La rivalidad por el dominio
sobre las cosas de la tierra, la competencia por imponer la voluntad del uno al
otro, conducen a la lucha mortal del uno contra el otro para afirmarse a sí
mismo y para someter al otro a su propio poder. Al final, uno de los dos
contrincantes cede: para salvarse la vida se somete, renuncia a su libertad,
acepta hacerse esclavo y reconoce al otro como a su amo. En este caso, el
reconocimiento es impuesto por uno al otro con la fuerza. El reconocimiento es
reconocimiento de la fuerza.
En la dinámica que
describe Hegel, ciertamente hay mucha verdad. No hay que pensar en la lucha de
cada uno contra todos para la afirmación de sí mismo necesariamente en términos
de lucha física y muscular. En cuántas oficinas, en cuántos talleres, en
cuántos colegios y universidades la vida está marcada por un enfrentamiento
semejante, sostenido por el poder del dinero, de la información, de la
manipulación, del chantaje, etc. Un gran filósofo francés, G. Fessard, nos
proporciona otra visión de la relación original del hombre con el hombre. En el
caso de Hegel, el modelo es el encuentro del guerrero con el guerrero, es la
lucha entre héroes de la que brotará la distinción entre el esclavo y el amo.
Para Fessard, en cambio, el encuentro arquetípico (el encuentro original, que
sirve como modelo para todos los demás) es el encuentro del hombre con la
mujer. Claro, es posible que la relación del hombre con la mujer se viva
también de la forma tipificada por Hegel, con la lucha del esclavo y del amo.
El hombre puede imponer a la mujer su fuerza física, puede usarla para
satisfacer sus necesidades, puede violarla. Pero esto no se corresponde con la
naturaleza de la relación entre el hombre y la mujer, y sobre todo no se
corresponde con esa experiencia humana fundamental que es el enamoramiento. En
El Banquete, Platón nos describe de forma inolvidable esta experiencia
original. A la raíz, se da la maravilla ante la belleza. La presencia del otro
nos hace descubrir una vitalidad y plenitud de la existencia que jamás
hubiéramos imaginado antes. En la experiencia de un gran amor, todo es atraído
hacia el campo de tensión generado por la presencia del otro y yo mismo, ante
esa presencia, descubro un valor, una libertad, un sentido del humor, una
capacidad de sacrificio y de trabajo que ignoraba poseer. Ante la presencia de
la amada yo descubro una identidad nueva y más verdadera, que no sabía que
poseía. Se puede aplicar a la persona amada una frase que la liturgia relaciona
con el semblante mismo de Dios: en tu luz descubrimos la luz.
Ya no puedo definir
quién soy sino en mi relación con ella. El enamoramiento (que es una forma,
considerablemente más fuerte, de la experiencia más general del encuentro con
el valor y del descubrimiento del valor) hace que yo ya no pueda definirme a mí
mismo sino en mi relación con la persona amada.
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