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sábado, 15 de octubre de 2016

Leyes LGTBI: el nuevo confesionalismo de Estado

Aceprensa
En sociedades verdaderamente pluralistas, los poderes públicos se abstienen de tomar partido en los asuntos controvertidos sobre los que cabe discrepar legítimamente. Gracias a esta neutralidad, los ciudadanos pueden debatir sobre esos temas sin temor a ser sancionados por el Estado. Pero esta libertad se ve amenazada ahora por las leyes LGTBI aprobadas en varias comunidades autónomas. Benigno Blanco, abogado y expresidente del Foro de la Familia, reflexiona sobre ellas en un largo artículo, del que ofrecemos un resumen.


“A favor de la lucha contra la discriminación, sí; a favor de la imposición de una ideología, no”. Con esta frase, Blanco centra el blanco de sus críticas a las leyes que, invocando la lucha antidiscriminación, intentan imponer una “visión concreta de la sexualidad a todo el mundo”.
La primera de todas fue la de Galicia y, sobre este modelo, se fueron aprobando otras –cada vez más radicales– en Cataluña, Extremadura, Baleares, Murcia… En su análisis, publicado íntegramente por Religión en Libertad, Blanco toma como referencia la “Ley de protección integral contra la LGTBIfobia y la discriminación por razón de orientación e identidad sexual en la Comunidad de Madrid”, que es la más extrema de las aprobadas hasta ahora.

El trasfondo ideológico


Antes de detallar el contenido de la ley madrileña, Blanco advierte de varias “trampas conceptuales” en que se basan este tipo de normas. Son planteamientos ideológicos que se dan por sentados en la ley, como si se tratase de verdades evidentes.
La primera trampa es hablar de personas LGTBI, como si fueran una categoría especial con “derechos distintos a los del resto de las personas” y cuya singularidad impone obligaciones específicas al resto. En realidad, dice Blanco, “los seres humanos tenemos los mismos derechos sea cual sea nuestra autopercepción de la sexualidad”. Por eso, el ordenamiento jurídico español ya prevé medidas para combatir la discriminación y garantizar que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.
En segundo lugar, la ley convierte en doctrina oficial “la visión de la sexualidad y de la persona propia de la ideología de género”. En vez de dar espacio al resto de posturas en conflicto, presenta los postulados centrales de aquella como si fueran verdades incontestables. Pero lo cierto es que el debate no está zanjado. Recientemente, por ejemplo, una revisión de estudios sobre temas LGTB realizada por el psiquiatra Paul R. McHugh y el epidemiólogo Lawrence S. Mayer advertía que no hay base científica para sostener que la orientación sexual es algo innato y que no se puede cambiar, como tampoco la hay para defender que la identidad de género es una propiedad innata, inalterable e independiente del sexo biológico.
Otro truco para eludir el debate que merecen este tipo de leyes es la presunción de que cuestionar la ideología LGTBI equivale a atacar a los homosexuales en su dignidad personal. “Los homosexuales –como los heterosexuales– son acreedores a todo el respeto que merecen como personas, pero sobre su conducta y estilo de vida se puede opinar”, recuerda Blanco. “Como respetar a un socialista no implica tener que aceptar el socialismo o como respetar la dignidad humana de un cristiano o de un musulmán no significa que todos deban afirmar la verdad del cristianismo o de la religión islámica”.

Privilegios para unos, amenazas para el resto

La analogía viene muy a cuento, porque ¿qué pasaría si una comunidad autónoma obligase por ley a todas las entidades de titularidad pública en su territorio –desde los institutos a las bibliotecas, pasando por los medios de comunicación, los centros de ocio y un largo etcétera– a hacer visible y a hablar bien de una determinada doctrina filosófica, política o religiosa? ¿O a favorecer en el acceso a la financiación pública a las organizaciones que defienden esa doctrina? ¿O a reservar un hueco en el horario escolar para que se imparta en clave positiva?
La paradoja de estas leyes que ponen el Estado “al servicio de un grupo social en particular”, dando paso a “una especie de nuevo confesionalismo LGTBI”, es que terminan discriminando a la inmensa mayoría que queda fuera del ámbito de esas normas. La desprotección es doble: de un lado, todos los demás grupos se quedan sin los derechos especiales que gana la minoría beneficiada; de otro, esta minoría tiene en sus manos la posibilidad de imponer al resto –como contrapartida de sus privilegios– “restricciones o amenazas” a algunos de sus derechos y libertades básicos.
Ejemplos de privilegios onerosos para otras personas son:
- El mandato dirigido a los poderes públicos –y repercutido en los contribuyentes– de contribuir “a la visibilidad de las personas LGTBI en Madrid, respaldando y realizando campañas y acciones afirmativas, con el fin de promover el valor positivo de la diversidad en materia de identidad y expresión de género, relaciones afectivo-sexuales y familiares” (artículo 22.1), incluido el “respaldo a la celebración, en fechas conmemorativas, de actos y eventos” de los activistas LGTBI (artículos 22.4).
- La “inversión de la carga de la prueba”: en los procesos autonómicos –salvo en los penales y en los administrativos sancionadores–, corresponde al acusado de discriminar “por razón de orientación sexual, identidad o expresión de género” acreditar que no existió discriminación (artículo 66).
- La obligación por parte de los medios de comunicación de titularidad autonómica o que reciban subvenciones de fomentar la diversidad sexual (artículo 12).
- La prohibición en el sistema sanitario público de las llamadas “terapias de aversión o conversión” (artículo 7.2), que priva de esos servicios a quienes libremente buscan ayuda para superar sus tendencias homosexuales; y sanciona a quienes promuevan y realicen dichas terapias fuera del sector público, apunta Blanco (artículo 70.4.c).
Adoctrinamiento obligatorio
Dentro de los privilegios que imponen una carga a los demás, resultan particularmente alarmantes los que permiten el adoctrinamiento en la escuela. Las medidas educativas no se limitan a garantizar el respeto debido a cada persona, sino que van dirigidas a difundir las ideas de un grupo concreto. Volvamos al ejercicio de antes: ¿sería eso admisible si donde la ley dice “colectivo LGTBI” pusiéramos “materialistas”, “idealistas”, “socialistas”, “liberales”, “católicos”, “protestantes”, “musulmanes”…? ¿Por qué la Comunidad de Madrid toma partido por una forma de ver el mundo, saltando por encima del derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones?
Entre otras medidas contrarias a la libertad de las familias, la ley ordena:
- Elaborar una “Estrategia integral de educación y diversidad sexual e identidad o expresión de género”, cuyas medidas “se aplicarán en todos los niveles y etapas formativas y serán de obligado cumplimiento para todos los centros educativos”. En la elaboración de ese plan deberán participar “las organizaciones LGTBI y el Consejo LGTBI de la Comunidad de Madrid” (artículo 29.2).
- Incorporar “la realidad lésbica, gay, bisexual, transexual, transgénero e intersexual en los contenidos transversales de formación de todo el alumnado de Madrid en aquellas materias en que sea procedente” (artículo 32).
- Establecer “un fondo bibliográfico LGTBI en los colegios e institutos que deberá ser suministrado por la Comunidad de Madrid” (artículo 31.8).

Riesgo de censura y trato de favor

La imprecisión de algunos términos usados en las leyes LGTBI –“una verdadera neolengua”– pone en riesgo la seguridad jurídica y abre la puerta a que se pueda censurar a los discrepantes. En efecto, para Blanco, hay determinados conceptos en el régimen sancionador previsto en esas leyes –salvo la gallega– que “si se interpretan conforme a los postulados de género (…) llevarían a sancionar la mera discrepancia del lobby LGTBI o la emisión de opiniones sobre sexualidad diferentes a las propias del entorno ideológico de género”.
Hay otros privilegios que en principio no añaden una carga a los demás. Pero eso no significa que no les quiten nada. Así ocurre con las medidas de discriminación positiva previstas en el artículo 11 de la ley madrileña, que permite a las administraciones públicas de la comunidad justificar el trato de favor al colectivo LGTBI. O las del artículo 18 que permiten “de forma jurídicamente muy confusa –dice Blanco– primar en la contratación pública y otorgamiento de subvenciones a las empresas que destaquen en la aplicación de esta ley”.
De nuevo topamos con la gran paradoja de estas leyes: pensadas para corregir las discriminaciones sufridas por los homosexuales en el pasado –la exposición de motivos de la ley menciona expresamente la dictadura franquista–, acaba creando un régimen paralelo de derechos para “una casta privilegiada”. Cambian los actores, pero el resultado y el medio son los mismos: la desigualdad de los españoles ante la ley, a golpe de confesionalismo.
El proyecto de ley madrileño fue apoyado por todos los grupos parlamentarios en la Asamblea de Madrid.

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