El duelo entre los dos candidatos a la Casa Blanca, un republicano atípico y una demócrata bendecida por el “establishment” de su partido, no solo es entre dos estilos de hacer política: también se enfrentan dos maneras de ver el mundo. Las claras diferencias entre sus programas constatan la insana polarización de la que se lleva hablando años en el país.
El programa de Hillary Clinton para estas elecciones representa la continuidad con Barack Obama. Pero la veterana demócrata es más realista: no ofrece un proyecto de cambio al estilo del “Yes, we can!”, ni aspira hacer una “revolución” como la que prometió su rival en las primarias, Bernie Sanders. Su objetivo es lograr que el sistema funcione mejor. Y eso pasa, a su juicio, por acabar lo que empezó Obama, cuyo margen de maniobra ha estado limitado por la mayoría republicana en las dos cámaras del Congreso. El 8 de noviembre se renovará la Cámara de Representantes al completo y un tercio del Senado.
En sintonía con el sentir mayoritario del Partido Demócrata, Clinton promueve un control de armas más estricto. Está a favor de una reforma migratoria integral, que incluye regularizar –bajo determinados requisitos– a los inmigrantes ilegales que ya están dentro, el punto más conflictivo de la ley desde los tiempos de Bush Jr. Y quiere una reforma del sistema penal que ponga fin a “la era del encarcelamiento masivo”, empezando por la supresión del sesgo racial y por la reducción de las penas para los delitos no violentos, ahora desproporcionadas.
Quizá la mayor discrepancia con Obama está en la oposición de Clinton al tratado de libre comercio con los países del Pacífico (TTP). Cuando era secretaria de Estado, apoyó el proyecto. Pero en 2015, después de ver los detalles del acuerdo, se retractó y dijo que no quería un acuerdo que destruyera empleos nacionales. Para crearlos, anuncia un plan federal de inversión en infraestructuras de 275.000 millones de dólares, el más ambicioso desde los años 50.
Dado que Clinton no se opone por principio a los tratados de libre comercio, habría que ver cuánto hay de convencimiento personal en su cambio de postura y cuánto de estrategia política. El debate sobre las consecuencias de la globalización para la clase obrera se ha convertido en un tema de alto voltaje político. Clinton debía ser cauta. Sobre todo, teniendo en cuenta el peso que ha tenido este asunto en las campañas de sus dos rivales principales, primero Sanders y luego Trump.
La nueva lucha de clases
El futuro de la América blanca está en el centro de la campaña de Trump. El magnate neoyorquino ha sustituido las famosas “guerras culturales” entre progresistas y conservadores por un conflicto de intereses entre la élite y el pueblo. La polarización ya no es en torno a una serie de debates morales controvertidos, sino que gira alrededor de otras preocupaciones vinculadas a las diferencias económicas, el nivel de estudios y las identidades.
Para Trump, explica Joel Kotkin en Spiked, hay dos clases sociales básicas. De un lado, los estadounidenses sin estudios versitarios, que compiten con los inmigrantes en la construcción y la manufactura, o que ven cómo cierran sus fábricas para llevárselas al extranjero; que se sienten frustrados por la falta de oportunidades, pero también por el deterioro de sus comunidades y de sus vínculos familiares; y entre los que se han disparado las tasas de suicidio y las muertes relacionadas con el alcohol y las drogas.
De otro, las élites pudientes y mejor educadas, que solo ven racismo en las preocupaciones de la clase obrera, mientras ellas se encierran en sus vecindarios para tratar asuntos “progresistas”. Aquí Kotkin cita a Peter Thiel: “Ahora se nos dice que el gran debate es sobre quién puede acceder a qué baños [en alusión a la polémica de los “baños trans”]. (…) Lo único que consiguen las falsas guerras culturales es distraernos de nuestro declive económico”.
La alusión a Thiel viene muy a cuento. Se trata de un millonario de Silicon Valley, abiertamente gay, que intervino en la Convención republicana del pasado julio. Para Kotkin, la participación de Thiel revela hasta qué punto Trump quiere cambiar los términos del debate. “Ha enterrado el viejo conservadurismo cultural” y ofrece “un nuevo programa para la derecha que pone el acento en el nacionalismo económico, en lo local y en la oposición a todas las cosas políticamente correctas”.
Esperanza… y soluciones simples
¿Que Trump también pertenece a la élite? Ya lo saben sus seguidores. Pero no les importa: lo relevante es que, por fin, alguien les toma en serio y conecta con su desconsuelo. Él sí se atreve a defenderles… Esta es la verdadera mala noticia para el Partido Republicano: que los más de 13 millones de votantes que le apoyaron en las primarias, hayan encontrado esperanza en el populismo de Trump.
Pero el magnate no solo habla alto y claro contra las élites: también quiere gobernar a su favor. Promete crear empleos en el sector de la manufactura. Bajo el criterio “Estados Unidos primero”, se opondrá al TTP y renegociará el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), firmado hace más de 20 años entre EE.UU., Canadá y México. Dentro de su campaña para “priorizar los empleos, los salarios y la seguridad de los estadounidenses”, ampliará el muro con México hasta cubrir toda la frontera sur y exigirá que lo paguen los mexicanos. En caso contrario, la hipotética Administración Trump bloquearía las remesas que los emigrantes envían desde Estados Unidos…
El proteccionismo económico de Trump rechina con la línea oficial de un partido que ha hecho bandera del libre mercado. Pero el empresario también promete bajar los impuestos y revocar la reforma sanitaria de Obama, dos de las medidas más apetitosas a ojos republicanos.
En el mundo de la política espectáculo de Trump, las cosas son muy sencillas. Para él, explica George Lakoff, los problemas se deben a una sola causa y requieren de una solución simple: “Los inmigrantes vienen en avalancha desde México; ergo, construyamos un muro para pararlos. ¿Y qué hacer con los que ya han entrado de forma ilegal? Deportarlos, aunque haya 11 millones viviendo y trabajando en el país [ahora está dispuesto a suavizar su postura con los sin papeles que pagan impuestos]. ¿El remedio contra la violencia de las armas? Tener un arma a mano para disparar al tirador. Para evitar que los empleos se vayan a Asia, (…) fijemos un gigantesco arancel para sus bienes (…) Si unos pocos terroristas pueden esconderse entre los refugiados musulmanes, impidamos la entrada en el país a todos los musulmanes [Mike Pence, candidato a vicepresidente, dice que Trump ya no defiende esta propuesta]”.
Puede parecer una lectura muy sesgada. Pero si uno ve los vídeos en los que el propio Trump explica sus principales medidas, lo cierto es que no echa de menos la falta de matices de Lakoff. Otra cosa es que el programa aprobado en la Convención republicana del pasado julio suavizara algunas de las machadas de Trump y añadiera otras propuestas, en las que se ve la mano del Comité Nacional Republicano. En esta línea va también la elección de Pence como compañero de fórmula de Trump.
La huella de Sanders
Si Trump ha centrado su programa en las preocupaciones de la América blanca, Clinton ha hecho lo propio con la batalla por la igualdad. Los analistas coinciden en que el tirón de Sanders en las primarias demócratas ha sido decisivo para escorar el programa de Clinton más a la izquierda en lo económico.
La ex secretaria de Estado quiere que “Wall Street, las grandes empresas y los más privilegiados paguen su parte justa en impuestos”. Por ejemplo, anuncia la creación de un impuesto para las compañías que se vayan de EE.UU. para tributar menos. Al mismo tiempo, promete bajárselos a las pymes y establecer desgravaciones fiscales para las familias de clase media.
Otra medida en la que se ve la influencia de Sanders son las matrículas gratuitas en las universidades públicas para los estudiantes de familias con ingresos anuales inferiores a los 85.000 dólares y, en 2021, para las que ganen menos de 125.000 dólares. También impulsará un plan de ayudas para aliviar la deuda universitaria.
Clinton promete aumentar el salario mínimo federal. Durante la campaña habló de subirlo de 7,25 dólares la hora a 12. Pero el programa no concreta tanto y se limita a recordar que la candidata demócrata ha apoyado el movimiento “Fight For 15” en diversos estados.
Acabar con la brecha salarial entre mujeres y hombres es otra de sus prioridades. También promete servicios asequibles de cuidado infantil para todas las familias y bajas laborales remuneradas “por motivos familiares”, que incluyen tanto la atención a los parientes enfermos como a los hijos recién nacidos.
Pero a Clinton le aleja de Sanders su empeño por dar continuidad a las nuevas causas de la izquierda promovidas por Obama, como el acceso gratuito al aborto y a los métodos anticonceptivos o el impulso de la agenda LGTB. Katha Pollit, partidaria de Clinton, hace notar que Sanders también defiende los llamados “derechos reproductivos”; pero una cosa es estar a favor, y otra promoverlos activamente. Para el senador por Vermont, dice Pollit, “el feminismo es una distracción”. Y eso implica que “los derechos reproductivos (al igual que […] los derechos LGTB, que él sitúa al mismo nivel) son cuestiones secundarias”.
Votantes de valores
A Trump no le interesan las guerras culturales, pero las saca a relucir cuando le interesa. Se presenta como el candidato idóneo para los llamados “votantes de valores”: aquellos para quienes las cuestiones morales tienen un peso decisivo en su voto. A los católicos, por ejemplo, les dice que nadie va a defender sus posturas mejor que él: “Soy y seguiré siendo provida. Defenderé vuestra libertad religiosa y vuestro derecho a practicar en libertad vuestra religión en vuestra vida personal, en vuestros negocios y en vuestras instituciones académicas”.
La seriedad de estas promesas se comprende a la luz de la polémica provocada por el “mandato anticonceptivo”, la norma de la Administración Obama que obliga a los empleadores –incluidas las instituciones de inspiración religiosa– a garantizar a sus empleadas el acceso gratuito a los anticonceptivos, la píldora del día después y la esterilización en su plan de seguros. Clinton apoya este mandato y Trump se opone, en coherencia con su defensa de la libertad de empresa.
Pero de ahí a decir que Trump es el abanderado de la identidad católica hay un trecho. Lo recordaban el pasado marzo más de 30 destacados intelectuales católicos del país en una carta abierta redactada por Robert P. George y George Weigel, en la que calificaban al candidato como un hombre “manifiestamente inadecuado para la presidencia de EE.UU.”. Entre otras cosas, le reprochaban la “vulgaridad” y “demagogia” de su discurso político, así como haber fomentado los prejuicios raciales o prometido la tortura de los sospechosos de terrorismo.
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