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martes, 20 de septiembre de 2016

EL DEBATE SOBRE EL ABORTO: POR DONDE SE MIRE, HIPOCRESÍA.

V. Gago, Actuall
El caso de Emile Weaver [The National Review, en inglés] ilustra la hipocresía de la causa del derecho al aborto. Emile, de 21 años, acaba de ser condenada a cadena de perpetua sin remisión en Ohio, Estados Unidos, por asfixiar con una bolsa de basura a su bebé inmediatamente después de dar a luz en abril de 2015. 
La historia ha reavivado en los medios de comunicación el debate sobre la naturaleza del llamado “derecho al aborto”. “Emile hizo algo muy malo. Algo monstruoso y maligno. Pero, ¿es Emile peor –hasta el punto de merecer una cadena perpetua– que sus pares que disponen de las vidas de sus bebés semanas antes, y de forma incluso más cruel? Me cuesta creerlo. Y pienso que estamos en una sociedad profundamente hipócrita”, escribe Jay Nordlinger en el número de esta semana de The National Review
La dura condena a Emile Weaver por matar a su bebé se contrapone a la celebración del derecho a abortar como un signo de progreso. ¿Por qué Emile podría haber acabado con la vida de su bebé apenas unas semanas antes en un centro de Planned Parenthood, mediante el desmembramiento de sus extremidades y la aspiración mecánica de su cabeza, y no podía asfixiarlo en el cuarto de baño del colegio mayor universitario, cuando aún estaba unido a ella por el cordón umbilical? ¿Qué ocurre en el transcurso de una o dos semanas, para que lo que antes era un derecho, ahora sea un crimen abominable? 
Las evidencias científicas sobre la singularidad individual de la vida humana desde la fecundación son tan abrumadoras a estas alturas, que sonroja recordar lo que ha sido uno de los principales argumentos para justificar el aborto: la idea de que antes de nacer, no hay vida humana, sino solo un “conjunto de células”. 
Una sociedad que promueve el aborto y condena con tal dureza el infanticidio es una sociedad moral y jurídicamente esquizofrénica. No podemos soportar la visión de un bebé en una bolsa de basura, pero, ¿de qué crees que están llenos los contenedores de basura de los centros de abortos en todo el mundo? Emile escribió una carta al juez, pidiendo clemencia, en la que habla todo el rato de sí misma, de sus sentimientos, de sus circunstancias. Quizá la clave de todo esté ahí, en esa carta, apunta el señor Nordlinger: “¿Acaso no se nos ha enseñado a ponernos a nosotros mismos –nuestras necesidades, nuestra propia gratificación, nuestro propio futuro– antes que todo lo demás? ¿No es ese nuestro moderno credo?”.
Si Emile había aprendido que sus deseos son lo más importante, y a ver una vida humana como un objeto –“Ya no hay bebé. Me he ocupado de eso”, le escribió por el teléfono móvil a su novio, quien, por cierto, al final, resultó no ser el padre–, ¿por qué el hecho de que su bebé tuviera unas semanas más o menos de vida iba a hacerla cambiar de creencias?
Emile no es un monstruo, solo ha sido consecuente con la clase de valores que la mayoría comparte.

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