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jueves, 7 de marzo de 2019

Excusas para no pensar

Por Juan Meseguer

El populismo, las fake news y las burbujas ideológicas alimentadas por los algoritmos no son los únicos riesgos ante los que una ciudadanía crítica debe mantenerse alerta. Para quienes aspiran a comprender cuestiones debatidas en la opinión pública, es necesaria la capacidad de detectar las explicaciones superficiales o sesgadas que se dan por sentadas.
(Actualizado el 23-02-2019)
El pensamiento crítico es una capacidad muy estimada en las sociedades modernas. Nos gusta creer que somos razonables, que tenemos criterio propio sobre una multitud de asuntos y que las opiniones de los demás no nos amenazan. Pero hay una brecha entre las habilidades intelectuales que apreciamos y las que demostramos en la práctica, como revela un informe de Helen Lee Bouygues, fundadora de Reboot Foundation, una entidad dedicada a promover el sentido crítico.
Por ejemplo, casi el 87% de los más de 1.100 adultos encuestados por esta organización sostiene que es positivo considerar los puntos de vista contrarios a los propios, pero en la práctica menos del 25% busca ideas que desafían su manera de pensar. El informe también recoge datos llamativos de otros estudios. Uno de la Universidad de Columbia muestra que no es infrecuente compartir noticias en Twitter sin haberlas leído. Y en otro de la Universidad de Standford, el 93% de los participantes no detectó que la web de un lobby que se presentaba como una organización independiente era parcial.
Bouygues insiste en que la mezcla de noticias falsas, filtros burbuja y extremismo es una rémora para las democracias. Pero sus datos también llaman la atención sobre un problema más amplio: la pobreza de pensamiento. 

Narrativas complacientes

Entre los enemigos cotidianos del sentido crítico figuran las “narrativas perezosas”, como llama Matthew Goodwin a las explicaciones repetidas una y otra vez sin apenas resistencia. Para el politólogo británico, un ejemplo de ese tipo de relatos es el que atribuye el Brexit a la estupidez de unos ciudadanos –nada menos que 17,4 millones– que no comprendían lo que estaban votando o que se dejaron engañar por las noticias falsas, en vez de verlo como “un repudio consciente del statu quo”.
El hecho de que el Brexit fuera la primera derrota en años para los defensores de la globalización, como dice Goodwin, bien merecía una explicación reposada de las razones de ese repudio. Y aunque no faltaron análisis esclarecedores en los medios contrarios al Brexit, la posibilidad de comprender mejor a los descontentos con Bruselas se vio frustrada cuando algunos comentaristas tacharon el resultado de “irracional”.
Otras veces lo que mina la capacidad crítica son las narrativas complacientes, que evitan cualquier incomodidad argumental a los de la propia tribu a fuerza de caricaturizar la postura de los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando se intenta camuflar la propia incapacidad para tolerar las discrepancias, haciendo pasar al rival por un fanático. Sorprende que si unos padres se oponen a que un programa escolar promueva una visión de la familia y de la sexualidad contraria a sus convicciones, un artículo del New York Times les acuse de usar los derechos educativos para “encubrir su homofobia”.
Mientras Sócrates invitaba a examinar la calidad de los propios argumentos, las narrativas complacientes pretenden echar balones fuera. Es necesario pedir a los populistas que expliquen de dónde sacan sus cifras y que aclaren sus mensajes más simples –sobre todo, los que estigmatizan a todo un grupo social–, pero habría que hacer lo mismo con quienes creen que plantarles cara les exime de dar razones.
Una sociedad que despacha por sistema la etiqueta de ultra a los de un lado del arco ideológico, acaba siendo ciega al extremismo del otro. Un ejemplo es la definición de “ultra” del Diccionario de la lengua española, que, tras una primera acepción válida para cualquiera que adopte ideas radicales (“en política, extremista”), en la segunda solo habla de “ultraderechista”.

Distinguir para comprender

También está sesgada la presunción de que la “revuelta contra el multiculturalismo y la corrección política” encubre “un deseo de utilizar el lenguaje de odio para crear conmoción e incluso cuestionar los tabúes contra el antisemitismo y el racismo”, como escribió en El País Antony Beevor a propósito de los Demócratas Suecos.
Lo que dice Beevor vale para quienes de verdad son racistas, pero ¿cualquier crítica al multiculturalismo o a la corrección política es una excusa para el odio? No lo ve así Alain Finkielkraut, quien acaba de sufrir graves insultos antisemitas. Preguntado por el gobierno populista de Italia en una entrevista publicada en el mismo diario, el filósofo francés responde: “No conozco lo suficiente la situación de Italia, pero estoy convencido de que hay que respetar la libertad y la sabiduría de los pueblos europeos cuando rechazan sumarse a una visión multicultural de la sociedad”. Más adelante tacha al populismo de “reacción patológica”, pero no desprecia las preocupaciones que han suscitado esa respuesta.
Además, Finkielkraut matiza el relato dominante en estos momentos sobre el antisemitismo en Francia, que atribuye su repunte a la llegada de la extrema derecha al movimiento de los chalecos amarillos: “Actualmente esa bestia inmunda [del antisemitismo] también sale de otro vientre. Los judíos son el primer blanco de la convergencia de las luchas entre la izquierda radical antisionista y los jóvenes de los barrios periféricos próximos al islamismo”.
Para evitar que les metan en el saco de los ultras, los críticos de la corrección política que lo fían todo a una libertad de expresión “sin complejos”, deberían tomarse la molestia de explicar mejor sus críticas. El debate público sale ganando cuando suma voces dispuestas a aportar valor a las conversaciones. Y esto suele darse si, antes de desatar la lengua, desatamos el pensamiento en busca de ideas valiosas.

Visiones sesgadas

Ante la facilidad con que algunos endosan la etiqueta de “ultraderecha”, se entiende la provocadora definición de populismo que dio el filósofo británico Roger Scruton en una entrevista para National Review: “Populismo es una palabra que usan los izquierdistas para describir las emociones de la gente corriente, cuando no tienden a la izquierda”.
Pese a que el populismo suele asociarse a una forma de hacer política antes que a unos contenidos ideológicos concretos, lo que permite hablar de populistas de izquierdas y de derechas, la definición de Scruton –deliberadamente parcial, creo– llama la atención sobre los intentos de descalificar unas ideas que van a contracorriente. Es la estrategia seguida con el llamado “populismo religioso”, una narrativa que pretende dejar fuera de juego unos puntos de vista en debates sobre la vida, el matrimonio o la educación.
The Guardian alimenta esta forma de pensar en un cuestionario titulado “¿Cómo de populista eres?”. Los lectores tienen que decir si están de acuerdo o no (y en qué grado) con 20 afirmaciones. Las 8 primeras plantean cuestiones relativas a la crisis de representación que ha dado alas a los populismos: por ejemplo, si los políticos deben escuchar siempre al pueblo o si tienen que pasar tiempo con los ciudadanos de a pie para hacer bien su trabajo. Luego vienen otras relacionadas con la globalización, otro debate importante para comprender el auge populista: nacionalismo, libre comercio… Y, de pronto, la tanda final de cuestiones trata de deducir el populismo de las posiciones de los lectores sobre la autoridad de la Iglesia, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la adopción por parte de los homosexuales.
También es alarmista la narrativa que ve a los ciudadanos como náufragos a la deriva de los algoritmos. Es verdad que la personalización informativa que ha traído la tecnología, contra la que advierte Eli Pariser, favorece las burbujas ideológicas y nos previene de exponernos a visiones del mundo distintas de la nuestra. Pero eso no significa que estemos a merced de la tecnología: cada cual es libre de decidir los medios que lee y las personas a las que sigue en las redes sociales.
Lo mismo que cada cual es responsable de forjarse una actitud reflexiva que no se conforme con los tópicos de moda. Como explica Luis Romera, esa disposición de fondo nos llevará a no asumir de forma acrítica las explicaciones convencionales, a detectar las “unilateralidades, exageraciones, reduccionismos” de un planteamiento. No por afán de originalidad ni de polemizar, sino movidos por el deseo de “lograr comprensiones de mayor penetración y alcance” que nos permitan luego afrontar mejor los problemas sociales.

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