Bruselas sueña con que el europeo del futuro, en fin, no se parezca demasiado al
europeo del presente y absolutamente nada al europeo del pasado.
El europeo que quieren nuestros mandarines no es usted, ni son sus hijos.
europeo del presente y absolutamente nada al europeo del pasado.
El europeo que quieren nuestros mandarines no es usted, ni son sus hijos.
Ya estamos hechos a que los premios más prestigiosos no hagan ni amago de premiar lo que se supone, sino a servir a modo de accesorio pedagógico para que sepamos qué colectivo ocupa en el momento el papel de víctima favorita de la progresía reinante.
Sabemos hasta tal punto esto, que se trata de estimular esa mezcla de sentimiento de culpa heredada y masoquismo cultural que pasa hoy día por actitud política recomendada, que nos sorprendería ver premiado con el Nobel de Literatura a un varón europeo normal cuyo único mérito sea escribir muy bien, con el de la Paz a alguien que de verdad haya avanzado la paz con independencia de sus ideas, raza, sexo o condición, o un Oscar a una película que no ensalce alguna minoría presuntamente oprimida. Por eso no causa excesivo impacto saber que un prestigioso premio que conceden el Parlamento Europeo y la Fundación Schwarzkopf ha recaído en una joven musulmana ‘experta en paz y seguridad’, Yasmine Ouirhrane, “responsable de trabajar para la inclusión y el empoderamiento de las mujeres jóvenes desfavorecidas”.
Algo más sorprendente, sin embargo, es que el premio en cuestión se llame Joven Europeo del Año, y que en todos sus perfiles Ouirhane aparezca como de “Marruecos/Italia”. No es que sea una italiana de origen marroquí, es que ostenta ambos orígenes en pie de igualdad.
Uno supone que para ser Europeo del Año, del actual o de cualquier otro, primero habría que ser plenamente europeo, o retitularse Medio Europeo del Año; no ponemos en duda la enorme labor que, al menos in pectore, hace a Ouirhane merecedora de todos los galardones habidos y por haber, pero si solo se trata de merecimientos, quizá el próximo Joven Europeo del Año 2020 sea un chino o un ruandés, algo que no debe descartarse en un mundo en el que Australia ha participado en el Festival de Eurovisión.
Pero nos quedamos -y espero que usted, amable lector, lo advierta- en que el Parlamento Europeo tiene muy claro cuál es su modelo de Joven Europeo -o, lo que es lo mismo, europeo del futuro-, y no se parece mucho a usted.
El europeo que desea el Parlamento Europeo, que desean las élites de Bruselas, ni siquiera es totalmente europeo; retiene su orgullo de origen, como si la europeidad fuera una opción que siempre es posible y conveniente añadir a tu pasaporte, como esos detalles que adornan el currículum.
Bruselas sueña con que el europeo del futuro, en fin, no se parezca demasiado al europeo del presente y absolutamente nada al europeo del pasado. El europeo que quieren nuestros mandarines no es usted, ni son sus hijos. No tiene tradiciones europeas, costrumbres europeas o creencias europeas. Sus antepasados no han construido Europa, y es perfectamente posible que él mismo -o, más probablemente, ella- haya nacido en cualquier otro lugar, una tierra que le ha dado el apellido y las costumbres. Y, por supuesto, ni por asomo comparte esa fe que ha hecho Europa, que la ha construido, moldeado y dado su identidad.
Nada se hace a humo de pajas, no se da puntada sin hilo ni la gesta de Ouirhane -de quien, con toda seguridad, es la primera vez que oyen hablar- es tan titánica que obligue a conceder el premio. Es un mensaje, un mensaje claro como el agua: usted no es el europeo que queremos.
No nos venga con que es de aquí, de Alemania, España o Italia de toda la vida, que sus padres y los padres de sus padres, quizá hasta una remota generación, nacieron, vivieron, trabajaron y amaron aquí y ayudaron a levantar la nación como el que más.
No nos cuente que usted ha promovido la unidad europea o, al menos, la ha apoyado con verdadera ilusión, que cree en el proyecto europeo y vota en consecuencia. Usted no es el europeo que queremos, no es nuestra imagen de europeo futuro, desista.
Esta misma semana, el presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, ha enviado una carta pública “a los ciudadanos europeos”, tan emotiva y vibrante que nadie tiene corazón para recordarle que no existe la ciudadanía europea.
El caso es que en ella, además del esperable tono de alarma y de “la patria europea está en peligro”, consigue ponerse lírico y sentimental con Europa sin explicar en ningún momento qué es.
Habla del ‘continente europeo’, pero cualquier geógrafo del montón le dirá que, en puridad, Europa no es un continente, sino el extremo de otro, el euroasiático, y que si tiene alguna entidad, algo que haya merecido el título de continente honorario, algo que haga de ese club de países un todo mínimamente coherente para que se le pueda amar y, llegado el caso, luchar por él, convendría una definición.
No creo que la mera contigüidad geográfica haga de un grupo heterogéneo algo lo bastante especial para justificar tono tan poético.
La realidad histórica es que el bloque homogéneo era el Imperio Romano cristianizado, a orillas del Mediterráneo, la Cristiandad, y empezó a ser Europa cuando perdió a manos del Islam sus orillas sur y este y empezó a extender la fe por el norte. Exactamente eso es lo que hizo de Europa, Europa. Y eso, exactamente eso, es lo que estos supuestos patriotas europeos quieren enterrar en el olvido para convertirla en tierra de nadie o, lo que es lo mismo, de cualquiera.
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