Por Julio Llamazares, El País 17 de enero de 2010
Cada vez que nieva en España, algo que no es habitual (en comparación, me refiero, con otros países de Europa), las televisiones se llenan de personas indignadas que responsabilizan a las autoridades de sus problemas tanto si eran evitables como si no; incluso -en el primero de los supuestos- cuando el culpable de esos problemas es el propio reclamante por no haber atendido las advertencias de precaución de aquéllas o por no cumplir con su obligación (llevar cadenas en el coche, por ejemplo).
La escena se repite en muchas otras ocasiones, ya sea a causa de una inundación, un vendaval, una pedrisco o cualquier otro fenómeno meteorológico. Tanto si se tomaron como si no todas las medidas de precaución y de ayuda por parte de las autoridades competentes en el tema, nuestras pantallas se llenarán igualmente de gente vociferante que, aparte de pedir la dimisión de todas aquéllas, desde el Gobierno hasta el alcalde de su pueblo, exige que el Estado, o sea, todos los demás, le resarza de los perjuicios sufridos; da igual que no hayan previsto suscribir un seguro de cobertura, en caso de ser posible.
E igual pasa cuando un barco es secuestrado en alta mar, un autobús o un tren se accidentan, un grupo de pasajeros pierde sus vuelos o sus maletas, un militar fallece en el cumplimiento de su misión o la sequía agosta los campos en algún sitio.
La culpa será siempre del Estado independientemente de que éste haya puesto todos los medios para evitar esos accidentes o para paliar sus daños o de que éstos sean atribuibles a la propia negligencia de quienes los han sufrido (por faenar en aguas desaconsejadas por su peligrosidad o construir sus casas ilegalmente en el cauce de un torrente, por ejemplo).
Hasta cuando la avaricia lleva a algunos a invertir en sociedades de alto riesgo que luego quiebran o les estafan la responsabilidad será del Estado, o sea, de los demás, por no haberles advertido, se supone. Ellos nunca serán los responsables de sus actos, pues para eso vivimos en una sociedad sin culpa.
Conviene analizar esta actitud puesto que no parece muy coherente. En primer lugar, porque nunca había sido así, o no de forma tan acusada (antes, la gente, cuando nevaba, soportaba los problemas de la nieve con resignación o rabia, pero sin culpar al Estado de ellos, entre otras cosas porque el Estado estaba muy lejos); y, en segundo lugar, porque, por esa misma razón, la gente estaba habituada a sacarse las castañas del fuego por ella misma, sabedora de que nadie le iba a ayudar.
Pero las cosas han cambiado a medida que el Estado ha ido creciendo y sustituyendo a la sociedad civil. En aras del bienestar, ese nuevo vellocino de oro que los gobiernos, sean de la ideología que sean, nos venden como un tesoro, el Estado ha ampliado sus competencias mientras que, paralelamente, la sociedad ha ido delegando en él hasta desaparecer prácticamente como entidad.
Que hasta el Defensor del Pueblo, la figura encargada presuntamente de protegernos de los abusos o los excesos de nuestros gobernantes, sea nombrada por estos mismos indica hasta qué punto el Estado se ha ido adueñando de todo al tiempo que reducía nuestra capacidad de participación en la vida pública. Todo está en manos de aquél y, por tanto, de él dependemos tanto para lo bueno como para lo menos bueno.
El problema de esta situación es que, al tiempo que el Estado se ha convertido en un padre que nos lo soluciona todo, o al menos eso pretende, al estilo de las familias tradicionales y protectoras, los ciudadanos hemos devenido en niños; niños inermes e irresponsables incapaces de hacer nada por nuestra cuenta, puesto que nos falta el hábito. Pero, en nuestra infantilización también nos hemos vuelto quejicas, seres despóticos y exigentes que, como los infantes de verdad, pensamos que todo nos debe ser resuelto por ese padre que es el Estado, incluido aquello que no tiene solución. Es lo que tiene saberse hiperprotegido: que, mientras más cuidados recibe uno, más exige al que se los proporciona.
El Estado del bienestar, ese gran mito de nuestro tiempo, no puede, sin embargo, concebirse como una situación de irrealidad. El esfuerzo que ha supuesto conseguirlo, obra de muchas generaciones, no implica que sea infinito (al contrario, cualquier tormenta puede arrasarlo, como demuestran las crisis económicas) ni, mucho menos, que de él dependa la solución de todos nuestros problemas. Ningún Estado puede resolverlo todo, como ningún padre puede conseguirlo todo, y, aunque pudiera, ello implicaría el reconocimiento por parte nuestra de nuestra minoría de edad; lo cual choca frontalmente con el deseo de libertad y de independencia que manifestamos todos y con la resistencia a pagar con nuestros impuestos los gastos que el mantenimiento de nuestro bienestar comporta. Una actitud tan incoherente como la del niño que lo quiere todo.
En todo caso, y volviendo al origen de esta diatriba, lo que la gente tiene que comprender es algo tan evidente como que, cuando nieva, no se pueden hacer las mismas cosas que cuando el cielo está despejado y el suelo limpio.
Julio Llamazares es escritor.
* Este articulo apareció en El País, en la edición impresa del Domingo, 17 de enero de 2010
1 comentario:
Me parece que el problema de las sociedades infantilizadas se da sobre todo en los países desarrollados y menos en los países pobres.Es un mal del mundo más o menos prospero.
Publicar un comentario