Por C.S. Lewis, Publicado en el nº 11 de Atlántida
Traducción: Ana Halbach.
Hoy quisiera hablar de la moral cristiana respecto a la sexualidad, de lo que los cristianos denominan virtud de la castidad: la virtud cristiana menos popular de todas. Sin embargo, no existe otra alternativa: «o matrimonio con fidelidad total a la pareja o abstinencia total», dice la vieja regla cristiana. Cumplir esto resulta tan difícil y tan contrario a nuestros instintos que, o bien la Iglesia está equivocada, o bien nuestro instinto sexual se encuentra desviado por completo.
A la luz de un ejemplo
Desde el punto de vista biológico, el fin de la sexualidad es la procreación, igual que la razón de ser de la alimentación es la nutrición. Si comiéramos siempre lo que nos apeteciera y cuanto quisiéramos, la mayoría de nosotros lo haría en exceso, aunque no indefinidamente. Una persona puede comer por dos, pero no por diez. Aunque el apetito puede sobrepasar el fin biológico en alguna medida, nunca lo hará desmesuradamente. Pero si un hombre joven lleno de vitalidad, diera rienda suelta su apetito sexual siempre que éste se presentara, creando en cada ocasión una nueva vida, en el transcurso de diez años habría generado fácilmente un pueblo entero. Esto sería un exceso de la función biológica ridículo y contradictorio.
Veámoslo desde otro punto de vista. Resulta bastante fácil llenar un teatro o una sala grande para presenciar un striptease. Imaginemos ahora que vamos a un país en el que se ha llenado de público un teatro con el fin de ver cómo se destapa en el escenario un plato que contiene una chuleta de cordero o un simple filete. ¿No pensaríamos que algo anda mal en el apetito de aquel país? Y una persona que se haya educado en un mundo diferente al nuestro, ¿no pensará que algo falla en el instinto sexual de nuestra sociedad?
He aquí un tercer punto. Es difícil encontrar a una persona que quiera comer cosas que no sean alimento, o hacer con ellos algo que no sea comérselos. En otras palabras, es raro encontrar perversiones en relación con la comida. Pero las perversiones del instinto sexual son abundantes, difíciles de curar e inquietantes. Siento tener que descender a tanto detalle, pero es necesario, porque durante los últimos veinte años se nos han contado muchas mentiras acerca del sexo. Se ha repetido hasta la saciedad que el deseo sexual es igual que todos los demás deseos naturales, y que, si pudiéramos olvidar tabúes obsoletos, todo sería perfecto. Esto es totalmente falso. Al mirar los hechos y dejar a un lado la propaganda, se advierte el engaño.
El sexo: ¿un tabú?
Se dice que el sexo ha caído en un estado caótico porque durante mucho tiempo ha sido considerado como un tabú. En los últimos veinte años ha dejado de ser un tabú, se ha hablado de él hasta el agotamiento y, sin embargo, el desorden continúa. Si considerar el sexo como un tabú hubiera sido la verdadera causa del problema, éste hubiera desaparecido una vez salvado aquel escollo. Pero no ha sido así. Más bien pienso que ha sucedido todo lo contrario. A mi entender, la humanidad soslayó este tema en el pasado para evitar precisamente que se convirtiera en un caos.
Hoy se repite a menudo que «el sexo no es algo de lo que haya que avergonzarse». Esta afirmación puede querer decir dos cosas. La primera interpretación sería la siguiente: «no hay por qué avergonzarse del modo en que el hombre procrea y que además exista un placer en ello».
Si es esto lo que se quiere decir, me parece razonable. Los cristianos dicen exactamente lo mismo. El problema no está en el sexo en sí, ni en el placer que conlleva. De hecho los padres de la Iglesia afirman que si el hombre no estuviera caído por el pecado original, el placer sexual sería aún mayor. Soy consciente de que algún cristiano despistado ha podido decir que para la religión cristiana el sexo, el cuerpo, o el placer eran malos per se. Estaba equivocado. El cristianismo es, prácticamente, la única religión que defiende el valor del cuerpo, que cree que la materia es buena, porque Dios mismo tomó la forma humana y que, incluso, en la vida eterna recibiremos un cuerpo (glorioso) que será parte esencial de nuestro gozo y de nuestra belleza y energía. El cristianismo ha glorificado el matrimonio más que cualquier otra religión. La mejor poesía amorosa del mundo ha sido escrita por autores cristianos. Por tanto, el cristianismo rechaza la afirmación de que el sexo es malo por naturaleza.
En segundo lugar, al decir que «el sexo no es algo de lo que haya que avergonzarse» quizá se quiera decir que «no hay que arrepentirse de que se haya dado rienda suelta al instinto sexual». A mi juicio tal afirmación es una equivocación. No hay nada de malo en disfrutar de la comida, pero sería catastrófico que medio mundo hiciera de la comida su principal objetivo en la vida, y que se pasara días enteros mirando fotos de suculentos manjares mientras la boca se les hacía agua. Con este discurso no trato de decir que individualmente seamos responsables de la situación a la que se ha llegado. Ciertamente nacemos con un cuerpo que está predeterminado en este sentido, y crecemos rodeados de una publicidad que no facilita la castidad. No faltan quienes avivan nuestro instinto sexual con el fin de hacer negocio, ya que es evidente que un hombre presa de una obsesión, es un hombre muy débil frente a la publicidad.
Si quisiéramos curarnos realmente, podríamos. Cuando un hombre intenta vivir de acuerdo con la moral cristiana, y se decide a vivir célibe o a casarse con una mujer y serle fiel, puede que al principio fracase, pero mientras se arrepienta y vuelva a empezar, estará en el buen camino. No se hará daño, y si busca sinceramente ayuda la encontrará. La dificultad está, por tanto, en querer de verdad. En ocasiones es fácil pensar que se quiere algo, cuando en realidad no se quiere. Una vez oí contar a un conocido personaje, que se confesaba católico, que cuando era joven rezaba pidiendo el don de la castidad. Pasados varios años se dio cuenta de que, mientras en voz alta repetía: «Señor, concédeme el don de la castidad», por dentro pensaba: «pero, por favor, no lo hagas hasta dentro de algunos años». Esta oración, algo engañosa, se refiere también a otros muchos asuntos que no siempre tienen que ver con la castidad.
Quisiera añadir otros dos comentarios. No hay que malinterpretar lo que nos dice la psicología a cerca de peligro de reprimir el instinto sexual. Muchos no saben que «represión» es un termino técnico. «reprimir» un instinto no significa tener un deseo y reprimirlo; significa, más bien, que aquel impulso nos aterroriza de tal manera que evitamos hacerlo consciente, y es en el subconsciente donde empieza a causar problemas. Resistir un deseo consciente es algo bien distinto y hasta ahora nunca ha sido perjudicial.
En segundo lugar quiero dejar claro que el sexo no representa el núcleo de la moral cristiana. Es erróneo pensar que el cristianismo considera la lujuria como el vicio más importante. Aunque los pecados de la carne son malos, son los menos malos. Los peores placeres son siempre espirituales: el placer de dejar mal a los demás, el de mandar, el de asumir un aire de superioridad, el de tener como regla general contradecir a todos, los placeres relacionados con el poder y el odio, etc. Y es que hay dos fuerzas dentro de mí que pugnan contra el ser humano que quiero llegar a ser: el «yo animal» y el «yo diabólico». Este último es el peor de los dos. Por ello, probablemente, un hipócrita frío y convencido de sí mismo esté más cerca del infierno que una prostituta. Evidentemente lo mejor es no ser ni lo uno ni lo otro.
Sexualidad y convencionalismo
La virtud de la castidad no se debe confundir con una especie de «convención social», es decir, con lo que la sociedad reconoce como bueno o malo. Este tipo de sentimiento ético determina qué partes del cuerpo se pueden enseñar, qué temas se pueden tratar en una conversación, y qué palabras son las adecuadas de acuerdo con la situación y con los interlocutores.
Mientras que el imperativo de ser castos permanece inalterable para todos los cristianos y a lo largo de todos los tiempos, las «convenciones sociales» pueden cambiar. Una indígena semidesnuda de las islas del Pacífico y una señora de la época victoriana perfectamente cubierta pueden ser igual de decentes según los valores defendidos por sus respectivas sociedades. Algunas expresiones aceptadas en tiempos de Shakespeare, sólo serán utilizadas por mujeres de dudosa reputación en el siglo XIX. Cuando alguien actúa en contra de las reglas sociales para provocar un deseo sensual en sí mismo o en otros, está, al mismo tiempo, actuando contra la castidad. En cambio, si hace aquello inconscientemente, se le acusará tan sólo de mala educación. Con frecuencia una persona puede escandalizar a los demás o ponerlos en una situación incómoda mediante un comportamiento provocativo, pero esto no implica necesariamente una falta de castidad; tal vez sí, una consideración hacia los demás. Qué duda cabe de que es una falta de consideración y cariño divertirse a costa de poner al otro en una situación embarazosa.
Tampoco creo que un concepto de decencia especialmente estricto, incluso exagerado, sea señal de castidad o un medio adecuado para practicarla. En este sentido, me alegra esa cierta liberalización que se ha ido implantando en los últimos años. Sin embargo, todavía existe el inconveniente de que personas de diferentes edades y procedencias no siempre coincidan al señalar lo que está o no permitido. Por eso es difícil tomar una decisión o adoptar una línea de actuación determinada. Mientras reine esta confusión, las personas de más edad o aquellas más próximas a la tradición deberían evitar un juicio precipitado y concluir que la gente joven y emancipada está pervertida, cuando quizá sólo estén comportándose mal. Tampoco los jóvenes deberían tachar de puritanos a los mayores cuando éstos tengan dificultades a la hora de aceptar los comportamientos de hoy en día. La solución de la mayoría de los problemas reside en el recto deseo de pensar siempre bien del otro.
Respecto al ejemplo que puse más arriba, un crítico argüía que si en un país existieran espectáculos de striptease a base de chuletas de cordero, llegaría a la conclusión de que la gente de aquel país se estaba muriendo de hambre. Con ello quería decir que los espectáculos de striptease no son señal de perversión sexual, sino de hambre sexual. Hasta cierto punto le doy la razón. Un striptease de chuleta de cordero puede significar escasez de alimentos. El paso siguiente es analizar el índice de nutrición de aquel país. Si no hubiera hambre, entonces habría que buscar otras razones para el striptease.
Esto mismo se puede aplicar a los espectáculos de striptease de nuestros escenarios: antes de llegar a la conclusión de que responden al hambre sexual es preciso demostrar que la abstinencia sexual es hoy en día mayor que la de épocas en las que no se conocían tales espectáculos. Demostrar esto es, sencillamente, imposible. Los preservativos han «abaratado» el costo de satisfacer el deseo sexual dentro del matrimonio, y han hecho más segura la relación sexual fuera de él. La opinión pública es cada vez más comprensiva con las relaciones extramatrimoniales e incluso con los casos esporádicos de adulterio. Además esta teoría del hambre sólo es una de las muchas explicaciones posibles. Todos sabemos que el deseo sexual, como ocurre con cualquier deseo, aumenta con su satisfacción. El hambriento sueña con una mesa llena de alimentos, pero el que ha caído en la gula también lo hace.
Tres dificultades
Existen tres razones por las que hoy resulta especialmente difícil desear una castidad plena, y más aún, alcanzarla.
En primer lugar nuestra naturaleza caída se alía con los demonios que nos tientan y con toda la publicidad erótica para darnos la impresión de que los deseos que intentamos resistir son tan «naturales», «sanos» y «racionales» que no satisfacerlos es algo perverso y anormal. Posters, películas, novelas, todo ello contribuye a vincular la idea de la satisfacción sexual con el concepto de normalidad, de juventud, de vigor, de animación, etcétera. ¡Esta conexión es falsa!
Como toda mentira, también ésta tiene su parte de verdad, en concreto, la idea de que el sexo en sí, dejando a un lado cualquier tipo de perversiones y exageraciones, es un hecho normal y sano. El error está en afirmar que la satisfacción inmediata del deseo sexual es siempre algo normal y sano. Esto es un contrasentido desde cualquier punto de vista, no sólo desde el punto de vista cristiano. La satisfacción de todos nuestros deseos lleva consigo impotencia, enfermedad, celos, mentiras y farsa: todo lo contrario de salud, buen humor y normalidad.
También en nuestro mundo muchas cosas buenas tienen como precio la abstinencia. Por ello afirmar que cualquier deseo, cuando es muy intenso, es natural y debe ser satisfecho, no tiene ningún sentido. Cualquier persona normal y civilizada debe tener unos principios según los cuales elige qué deseos quiere contener y cuáles quiere satisfacer. Quizá uno actúe guiado por principios cristianos, otro por higiene y un tercero por normas sociales. Es entre estos puntos de vista donde existe conflicto, y no entre el cristianismo y la naturaleza. La naturaleza (en el sentido de «deseos naturales») ha de ser dominada y frenada en muchos momentos si no queremos destrozar nuestra vida. Ciertamente los principios cristianos son más estrictos que los demás, pero si decidimos seguirlos, contaremos con una ayuda que no tendríamos en ningún otro caso.
En segundo lugar, muchos ni siquiera intentan vivir la castidad porque lo consideran imposible. Creo que cuando se intenta conseguir algo no hay que plantearse desde el principio si se puede o no alcanzar. En un examen cabe plantearse si contestar una pregunta opcional o no, pero habrá que dar respuesta a todas las preguntas obligatorias. Una contestación mediocre tendrá más puntuación que dejar la pregunta en blanco. Así hay que actuar en la guerra, al practicar el alpinismo, o cuando aprendemos a patinar sobre hielo, a nadar o a montar en bicicleta. Al final llegamos a hacer cosas de las que nunca nos habríamos creído capaces. Es increíble lo que uno puede hacer cuando no le queda más remedio que hacerlo.
En tercer lugar: para vivir la castidad, como un amor absoluto, se requiere algo más que el simple esfuerzo humano. Es preciso acudir a la ayuda de Dios. Quizá después de pedírsela nos dé la impresión durante mucho tiempo de que no la recibimos o que quizá es poca para la que necesitamos. No debemos desanimarnos. Detrás de cada caída hay que pedir perdón, levantarse y volverlo a intentar. En muchas ocasiones Dios no nos da la virtud misma, sino la fuerza para no rendirnos. Porque si la castidad (la fortaleza, la sinceridad y, en general, cualquier virtud) es importante, mucho más importante es la actitud de quien se empeña en un continuo volver a empezar. Esta actitud nos cura de todas las falsas ilusiones que podamos tener, y nos enseña a confiar en Dios. Aprendemos así que no nos podemos fiar de nosotros mismos, ni siquiera en los mejores momentos y, por otra parte, nos damos cuenta de que no hay motivo para la desesperación, porque nuestros errores están perdonados. Lo peligroso es pactar con nuestra mediocridad.
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