Por Alfonso Aguiló
—Hay personas que sienten la necesidad de llenar su vida con algo espiritual, pero rechazan la posibilidad de acercarse a la Iglesia porque consideran que es un montaje opresivo y anticuado.
En bastantes ocasiones, todas esas prevenciones contra la Iglesia se desvanecen cuando se llega a conocerla más de cerca. Cuando se ha estado lejos mucho tiempo, es fácil haber asumido estereotipos que luego se demuestran falsos o inexactos en cuanto se hace el esfuerzo de acercarse y observar las cosas por uno mismo y de primera mano.
Se ve entonces que la realidad tiene unos tonos distintos. Que en la Iglesia hay bastante más libertad de lo que pensaban. Que hay muchos sacerdotes ejemplares, inteligentes, cultos y que hablan con brillantez. Que la liturgia tiene mayor fuerza y atractivo de lo que creían. Que hay ciertamente un conjunto de normas morales bastante exigentes, pero que son precisamente la mejor garantía que tiene el hombre para alcanzar su felicidad y la de todos. Es más, el hecho de que, pese a la permisividad actual, la Iglesia se niegue a bajar el listón ético, y no ceda a las presiones de unos y otros, es un extraordinario motivo de admiración y atractivo. La Iglesia no quiere ni puede hacer rebajas de fin de temporada en asuntos de moral para así atraer a las masas, sino que continúa presentando el genuino mensaje del Evangelio. Las rebajas y los sucedáneos cansan enseguida, y la historia está llena de cadáveres que cedieron a la acomodación a los errores del momento y no consiguieron absolutamente nada.
Cuando se conoce de verdad la Iglesia se desenmascaran muchas falsas imágenes. Se descubre entonces que la moral cristiana no es un conjunto de prohibiciones y obligaciones, sino un gran ideal de excelencia personal. Un ideal que no consiste solo en prohibir tal o cual cosa, sino que sobre todo alienta de modo positivo a hacer muchas cosas. Ser católico practicante no es cumplir el precepto dominical, sino algo mucho más profundo y más grande. La fe pone al cristiano frente a sus responsabilidades ante sí mismo, su familia, su trabajo, ante la tarea de construir un mundo mejor. El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni les lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, por el contrario, les impone como un deber el hacerlo. Es cierto que hay malos ejemplos, como cualquiera podría encontrarlos en tu vida o en la mía. Donde hay hombres hay errores. Si en la Iglesia no pudiera haber hombres con defectos, nadie tendría cabida en ella. No es que nos gusten esos errores, que hemos de procurar corregir, pero lo primero que debemos considerar es que la Iglesia está formada por personas como tú y como yo. Bueno, quizá un poco mejores.
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