Por Alfonso Aguiló
—Hay gente que piensa que la Iglesia debería recortar su actuación, para evitar el peligro de cometer todos esos errores reales o supuestos que ha habido a lo largo de la historia.
Es bastante fácil atacar a la Iglesia, y burlarse de las páginas más difíciles de su historia. No intento en estas líneas justificar los errores que realmente han cometido muchos cristianos a lo largo de los siglos. Pero a veces pienso que si a esas personas les parece que la Iglesia tiene las manos sucias, habría que decirles que quizá ellos no tienen las manos sucias porque no tienen manos o porque no las utilizan.
La Iglesia procura realizar su tarea, y vive inmersa en una sociedad cambiante que se desarrolla a su vez en una época determinada, y trata de insertar en ella la levadura sobrenatural del Evangelio. La grandeza de la Iglesia está en afrontar las variaciones del hombre en el transcurso de los siglos y tratar de introducir en su vida lo sobrenatural. Si para evitar el riesgo de contaminar su pureza, la Iglesia renunciara a intentar hacerse presente en la sociedad de cada momento, se quedaría en un simple y curioso empeño abstracto.
Hay mucho purista que se escandaliza de las actuaciones de la Iglesia o de los católicos, pero que no aporta ninguna solución a todos esos problemas que a cualquier persona debieran interpelar seriamente. Buscan una seguridad en las actuaciones, un no asumir riesgos que no lleva a otra paz que la del cementerio. La Iglesia afronta con serenidad todos esos sarcasmos, porque desea cumplir su misión entre los hombres. Sabe que roza sin cesar el peligro de empañar la pureza de su mensaje, al menos según las apariencias, al tratar de encarnarlo en una historia que se vuelve incesantemente contra ella, contra quien quiere salvarla. La Iglesia prefiere este riesgo al estéril replegamiento sobre sí misma. Lo prefiere, y afronta ese riesgo desde hace veinte siglos porque, en su amor al hombre, acude a los puntos de más necesidad, más amenazados.
Siempre habrá personas que se obstinen en no ver en el cristianismo otra cosa que las deformaciones de las que ha sido objeto a lo largo de la historia. Siempre habrá quien relacione la fe cristiana con el oscurantismo, con la "sombría Edad Media", con la intolerancia, con la presión sobre las conciencias, con el subdesarrollo intelectual, con el retraso y la falta de libertad. Es una imagen que se ha creado unas veces con mala intención, y otras simplemente por desconocimiento, y que quizá procede de esa vieja idea ilustrada por la que tantos pensaban que el racionalismo ateo había obtenido un gran triunfo sobre la fe.
La historia de la Iglesia es una confusión de triunfos y aparentes fracasos del cristianismo. Es una serie siempre repetida de intentos de construir el reino de Dios en la tierra. Esto no es sorprendente, ni es algo que Jesucristo no previera. La parábola de la cizaña sembrada entre el trigo muestra con claridad que Él lo sabía y que esto está de acuerdo con el plan de Dios.
La vida de la Iglesia en la historia, así como la vida del cristiano individual -afirma Thomas Merton-, es un acto constantemente repetido que empieza siempre de nuevo, una historia de buenas intenciones que acaba en éxitos y en equivocaciones; de errores que han de ser corregidos, de defectos que tienen que ser utilizados, de lecciones que se aprenden mal y deben aprenderse una y otra vez. Ha habido vacilaciones y falsos comienzos en la historia cristiana. Ha habido incluso errores graves, pero estos son imputables a las sociedades seculares cristianas más que a la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia no ha perdido nunca su camino. Pero lo que la mantiene en el camino recto no es el poder, no es la sabiduría humana, la habilidad política ni la previsión diplomática. Hay épocas en la historia de la Iglesia en que esas cosas llegaron a ser, para los líderes cristianos, obstáculos y fuente de errores. Lo que mantiene a la Iglesia y al cristiano en el buen camino es el amor y el cuidado de Dios.
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