Y paso al segundo término: cultura. Con él entiendo la visión compartida del matrimonio hoy en Occidente. Por visión entiendo el modo de ver el matrimonio, expresado sobre todo en los ordenamientos jurídicos de los Estados y en las declaraciones de los organismos internacionales.
Y entro ya en argumento, dividiendo mi reflexión en tres tiempos.
En el primero intentaré trazar la condición cultural por la que atraviesa el matrimonio actualmente en Occidente.
En el segundo intentaré individuar los problemas fundamentales que esta condición cultural plantea a la propuesta cristiana sobre el matrimonio.
En el tercero indicaré algunas modalidades fundamentales con las que se debe proponer, hoy, el Evangelio del matrimonio.
1. Condiciones del matrimonio
«Rari nantes in gurgite vasto» . El famoso verso de Virgilio fotografía perfectamente la condición del matrimonio en Occidente. El edificio del matrimonio no ha sido destruido; ha sido deconstruido, desmontado pieza a pieza. Al final tenemos todas las piezas, pero el edificio ya no existe.
Siguen existiendo todas las categorías que constituyen la institución matrimonial: conyugalidad; paternidad-maternidad; filiación-fraternidad. Pero ya no tienen un significado inequívoco.
¿Por qué y cómo ha sucedido esta deconstrucción? Empecemos descendiendo en profundidad y constatemos que está en marcha una institucionalización del matrimonio que prescinde de la determinación biosexual de la persona. Al separarlo totalmente de la sexualidad propia de cada uno de los cónyuges, el matrimonio es cada vez más una posibilidad. Esta separación ha llegado al punto de incluir también la categoría de la paternidad-maternidad.
La consecuencia más importante de esta «desbiologización» del matrimonio es su reducción a mera emoción privada, sin una relevancia pública fundamental.
El proceso que ha llevado a la separación de la institución matrimonial de la identidad sexual de los cónyuges ha sido largo y complejo.
- El primer momento está constituido por el modo de ver la relación de la persona con el propio cuerpo, un tema que siempre ha acompañado al pensamiento cristiano. Permítanme que describa cómo han ido las cosas utilizando una metáfora.
Hay alimentos que una vez ingeridos pueden ser metabolizados sin crear problemas, ni inmediatos ni remotos; ni causan indigestión, ni aumentan el colesterol. Hay alimentos que ingeridos son de difícil digestión. Por último, hay alimentos que son dañinos para el organismo, también a largo plazo.
El pensamiento cristiano ha ingerido la visión platónica y neoplatónica del hombre y esta decisión ha creado graves problemas de «metabolismo». Como les gustaba decir a los teólogos medievales, el vino de la fe corría el riesgo de transformarse en el agua de Platón, en lugar de que el agua de Platón se transformase en el vino de la fe.
Agustín vio clara y profundamente que la dificultad estaba en la «humanitas-humilitas Verbi», en su haberse hecho carne, cuerpo.
La dificultad propiamente teológica no podía no convertirse también en dificultad antropológica precisamente en lo que concierne a la relación persona-cuerpo. La gran tesis de Santo Tomás que afirmaba la unidad sustancial de la persona no ha resultado vencedora.
- Segundo momento. La separación del cuerpo de la persona encuentra un nuevo impulso en la metodología propia de la ciencia moderna, la cual expulsa de su objeto de estudio cualquier referencia a la subjetividad, en cuanto grandeza no mensurable. El recorrido de la separación del cuerpo de la persona puede considerarse sustancialmente concluido: la reducción, la transformación del cuerpo en puro objeto.
Por un parte el dato biológico es expulsado progresivamente de la definición de matrimonio; por la otra, y en consecuencia de lo que concierne a la definición de matrimonio, se convierten en esenciales las categorías de una subjetividad reducida a pura emotividad.
Me detengo un poco sobre esto. En sustancia, antes del cambio «desbiologizante», el «genoma» del matrimonio y la familia estaba constituido por la relación entre dos relaciones: la relación de reciprocidad (la conyugalidad) y la relación intergeneracional (la genitorialidad). Las tres relaciones eran intrapersonales: estaban pensadas como relaciones radicadas en la persona, que no se reducían ciertamente al dato biológico, sino que el dato biológico era asumido e integrado dentro de la totalidad de la persona. El cuerpo es un cuerpo-persona y la persona es una persona-cuerpo.
Ahora la conyugalidad puede ser tanto heterosexual como homosexual; la genitorialidad puede ser obtenida con un procedimiento técnico. Como ha demostrado justamente Pier Paolo Donati, estamos asistiendo no sólo a un cambio morfológico, sino a un cambio del genoma de la familia y del matrimonio.
2. Problemas planteados al Evangelio del matrimonio
En este segundo punto desearía individuar los problemas fundamentales que esta condición cultural plantea a la propuesta cristiana del matrimonio.
Pienso que no se trata en primer lugar de un problema ético, de conductas humanas. Las condiciones por las que atraviesan hoy el matrimonio y la familia no pueden ser afrontadas con exhortaciones morales. Es una cuestión radicalmente antropológica la que se plantea al anuncio del Evangelio del matrimonio. Me gustaría concretar en qué sentido.
- La primera dimensión de la cuestión antropológica es la siguiente: es sabido que según la doctrina católica el matrimonio sacramento coincide con el matrimonio natural. La coincidencia entre los dos pienso que ya no se puede poner hoy teológicamente en duda, si bien con y después de Duns Scoto – el primero que la negó – se discutió sobre esto durante mucho tiempo en la Iglesia latina.
Ahora bien, lo que la Iglesia entendía, y entiende, por «matrimonio natural» ha sido demolido en la cultura contemporánea. Permítanme que diga que se le ha quitado «materia» al sacramento del matrimonio.
Teólogos, canonistas y pastores se están preguntando, justamente, sobre la relación fe-sacramento del matrimonio. Pero existe un problema más radical. Quien pide casarse sacramentalmente, ¿es capaz de casarse naturalmente? Su humanidad, no sólo su fe, ¿está tan devastada que ya no es capaz de casarse? Ciertamente, hay que tener presentes los cánones 1096 («Es necesario que los contrayentes no ignoren al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer, ordenado a la procreación») y 1099. Sin embargo, la «praesumptio iuris» del § 2 del canon 1096 («Esta ignorancia no se presume después de la pubertad») no debe ser ocasión para eximirse de la condición espiritual en la que muchos se encuentran en lo que concierne al matrimonio natural.
- La cuestión antropológica tiene una segunda dimensión, que consiste en la incapacidad de percibir la verdad y, por consiguiente, lo valioso de la sexualidad humana. Creo que Agustín describió de manera muy precisa esta condición: «Tan hundido y ciego como estaba, no podía pensar la luz de la virtud, de una belleza tal, que ha de abrazarse por sí misma y que el ojo de la carne no ve, y se percibe desde lo más íntimo» (Confesiones VI 16, 26).
La Iglesia debe preguntarse por qué ha ignorado de hecho el magisterio de San Juan Pablo II sobre la sexualidad y el amor humano. Tenemos que preguntarnos también: la Iglesia posee una gran escuela en la que aprende la profunda verdad del cuerpo-persona: la liturgia. ¿Cómo y por qué no ha sabido hacer tesoro de ella también en mérito a la pregunta antropológica de la que estamos hablando? ¿Hasta qué punto la Iglesia tiene conciencia del hecho de que la teoría de «género» es un verdadero tsunami, cuyo objetivo no es principalmente el comportamiento de los individuos sino la destrucción total del matrimonio y la familia?
En resumen: el segundo problema fundamental que se plantea hoy a la propuesta cristiana del matrimonio es la reconstrucción de una teología y filosofía del cuerpo y de la sexualidad, que generen un nuevo compromiso educativo en toda la Iglesia.
- La cuestión antropológica planteada desde la condición en la que se encuentra el matrimonio a la propuesta cristiana del mismo tiene una tercera dimensión, la más grave.
El colapso de la razón en su tensión hacia la verdad del que habla la encíclica «Fides et ratio» (81-83) ha arrastrado consigo también la voluntad y la libertad de la persona. El empobrecimiento de la razón ha generado el empobrecimiento de la libertad. Como resultado del hecho de que nos desesperanzamos de nuestra capacidad de conocer una verdad total y definitiva, tenemos dificultad en creer que la persona humana pueda realmente donarse de manera total y definitiva y recibir la autodonación total y definitiva del otro.
El anuncio del Evangelio del matrimonio tiene que ver con una persona cuya voluntad y libertad están privadas de su consistencia ontológica. De esta inconsistencia nace la incapacidad actual de la persona de ver la indisolubilidad del matrimonio sino en términos de una ley «exterius data»: una grandeza inversamente proporcional a la grandeza de la libertad. Y esta es una cuestión muy seria también en la Iglesia.
El paso en los ordenamientos jurídicos civiles del divorcio por culpa al divorcio por consenso institucionaliza la condición en la que se encuentra la persona en el ejercicio de su libertad.
- Con esta última constatación hemos entrado en la cuarta y última dimensión de la cuestión antropológica planteada al anuncio del Evangelio del matrimonio: la lógica interna propia de los ordenamientos jurídicos de los Estados concernientes al matrimonio y la familia. Como diría Kant, no tanto el «quid juris» como el «quid jus». Sobre la cuestión en general, Benedicto XVI expresó el magisterio de la Iglesia en uno de sus discursos fundamentales, el que pronunció ante el parlamento de la república federal alemana en Berlín el 22 de septiembre de 2011.
Los ordenamientos jurídicos han ido desarraigando progresivamente el derecho de la familia de la naturaleza de la persona humana. Se va imponiendo una especie de tiranía de la artificialidad, que reduce la legitimidad al procedimiento.
He hablado de «tiranía de la artificialidad». Tomemos el caso de la atribución de conyugalidad a la convivencia homosexual. Mientras que hasta ahora los ordenamientos jurídicos, partiendo del presupuesto de la natural capacidad de contraer matrimonio entre hombre y mujer, se limitaban a determinar los impedimentos al ejercicio de esta natural capacidad o la forma en la que debía de ejercerse, las leyes actuales de equiparación se atribuyen la autoridad de crear la capacidad de ejercer el derecho de casarse. La ley se atribuye la autoridad de hacer artificialmente posible lo que naturalmente no lo es.
Sería un gran error pensar - y actuar en consecuencia - que al matrimonio civil no le atañe el Evangelio del matrimonio, al cual le concerniría sólo el sacramento del matrimonio. Es abandonar el matrimonio civil a las derivas de las sociedades progresistas.
3. Modalidad del anuncio
Desearía ahora, en este tercer y último punto, indicar algunas modalidades según las cuales la propuesta cristiana del matrimonio no debería hacerse y otras en las que puede hacerse.
Hay tres modalidades que hay que evitar.
La modalidad tradicionalista, que confunde una particular forma de ser familia con la familia y el matrimonio como tal.
La modalidad «catacumbal», la cual elige volver o permanecer en las catacumbas. Concretamente: bastan las virtudes «privadas de los esposos»; es mejor dejar que el matrimonio, desde el punto de vista institucional, sea definido por lo que la sociedad progresista decida.
La modalidad buenista, que considera que la cultura de la que he hablado antes es un proceso histórico imparable. Propone, por lo tanto, transigir salvando lo que en él se pueda reconocer como bueno.
No tengo tiempo ahora para seguir reflexionando sobre cada una de estas tres modalidades, y paso por lo tanto a indicar algunas modalidades positivas.
Parto de una constatación. Hay que pensar en la reconstrucción de la visión cristiana del matrimonio en la conciencia de los individuos y en la cultura de Occidente como un proceso largo y difícil. Cuando una pandemia se abate sobre una población, la primera urgencia es seguramente curar a quien ha sido afectado, pero es también necesario eliminar las causas.
La primera necesidad es redescubrir las evidencias iniciales correspondientes al matrimonio y la familia. Eliminar de los ojos del corazón la catarata de las ideologías, que nos impiden ver la realidad. Es la pedagogía socrático-agustina del maestro interior, no sencillamente la del consenso. Es decir: recuperar ese «conócete a ti mismo» que ha acompañado el camino espiritual de Occidente.
Las evidencias originales están inscritas en la misma naturaleza de la persona humana. La verdad del matrimonio no es una una «lex exterius data», sino una «veritas indita».
La segunda necesidad es redescubrir la coincidencia del matrimonio natural con el matrimonio-sacramento. La separación entre los dos acaba por una parte considerando la sacramentalidad como algo añadido, extrínseco y, por la otra, corre el riesgo de abandonar la institución matrimonial en manos de esa tiranía de la artificialidad de la que hablaba antes.
La tercera necesidad es retomar la «teología del cuerpo» presente en el magisterio de San Juan Pablo II. El pedagogo cristiano necesita hoy un trabajo teológico y filosófico que no puede retrasarse o limitarse a una institución particular.
Como pueden ver, se trata de tomar en serio esa superioridad del tiempo sobre el espacio de la que se habla en la «Evangelii gaudium» (222-225). Más que tres intervenciones de urgencia, he indicado tres procesos.
Por último, opino lo mismo que George Weigel y es que a la base de las discusiones del sínodo está la relación que la Iglesia quiere tener con la posmodernidad, en la que los despojos de la deconstrucción del matrimonio son la realidad más dramática e inequívoca.
por el Cardenal Carlo Caffarra
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