En agosto de 2018 se publicó el informe del Gran Jurado de Pensilvania sobre abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes católicos en seis diócesis del estado. El informe concluía que en los últimos 70 años más de 300 sacerdotes habían abusado de unos 1.000 menores.
El Gran Jurado, institución dirigida por el fiscal, acusaba a los obispos de las diócesis de haber ignorado a las víctimas y de haberse dedicado a ocultar los hechos y a proteger a los abusadores para no dañar el buen nombre de la institución.
El informe tuvo una gran repercusión mediática. El informe daba los nombres de los curas acusados a lo largo de siete décadas y dedicaba la mayor parte del texto a describir con mucho detalle los abusos cometidos y a subrayar la inacción de los obispos. Sin embargo, apenas hacía referencias numéricas ni análisis de tendencias estadísticas sobre la evolución de los casos de abusos.
Como puso de manifiesto un artículo publicado en la revista Commonweal por Peter Steinfels, no se calculaba cuántos sacerdotes habían prestado sus servicios en esas diócesis, para poder sacar conclusiones sobre la prevalencia de los abusos sexuales entre el clero; tampoco se hablaba de la evolución del número de abusos a lo largo del tiempo; ni se distinguía entre lo que se hizo en un diócesis y en otra, sino que trataba los siete decenios desde 1945 como un solo bloque. Steinfels concluía que, aunque el informe documentaba pruebas sobre abusos reales, sin embargo era “inexacto, injusto y fundamentalmente sesgado” al no tener en cuenta significativas diferencias en el modo en que los obispos de distintas diócesis y periodos habían respondido a las acusaciones de abusos.
Cuando se analizan los datos
Ese análisis que el informe del Gran Jurado no hacía, lo ha realizado John P. Nelson, psiquiatra formado en la Harvard Medical School, profesor en la Universidad de Pittsburgh durante doce años, y que en 1992 fue llamado a formar parte de un comité formado en la diócesis de Pittsburgh con el fin de ayudar a formular políticas para afrontar los abusos. El trabajo de Nelson (“PA Gran Jury Report on Clergy Sexual Abuse”) se basa en datos recogidos por el informe, pero no analizados en él, completados por otros proporcionados por las diócesis.
Sus conclusiones son resumidas en un artículo del periodista Russell Shaw, publicado en Our Sunday Visitor.
Al analizar la evolución de los casos de abusos a lo largo de ese periodo de setenta años, se ve que comienzan en la década de los 40 y van creciendo gradualmente, desde unos pocos al año a unos 15 anuales en los 60 y a casi 30 en los años 70. Después de alcanzar un máximo de 58 en 1980, empiezan a caer rápidamente desde inicios de los 90 y llegan a ser menos de cinco al año desde 2000.
Las víctimas fueron “en su mayor parte chicos” y los abusadores habían nacido en su mayoría antes de 1950.
El 94% del clero, limpio
Un dato muy significativo para calcular la prevalencia de los abusos es que un máximo del 1,1% de todos los sacerdotes de las seis diócesis fue acusado de abusos en un año dado, y en muchos años el porcentaje fue la mitad de esa cifra. “Para expresarlo en positivo –escribe Nelson–, en un año dado el 99% de los sacerdotes no cometió un abuso, y un 94% nunca fue acusado de abusos a lo largo de su carrera”. La cifra es consistente con las de otras diócesis de EE.UU., de acuerdo con los datos recogidos en el John Jay Report de 2004.
Cerca de un tercio de los abusadores tuvo una sola acusación. Desde 1990, pocos sacerdotes (11 en total en 6 diócesis y ninguno de 112 en la de Pittsburgh) fueron supuestos culpables de abusos. El rápido declive de nuevos casos de abusos posteriores a 1990 se ha mantenido hasta 2018. Las nuevas acusaciones se refieren a hechos ocurridos en el periodo álgido de los años 70 y 80. Las denuncias sobre abusos más recientes se han hecho con más prontitud, por lo que es improbable que se hayan producido abusos recientes no denunciados.
La cultura de la época
Nelson sugiere que el crecimiento de los abusos de clérigos antes de 1980 puede explicarse en gran parte por los cambios en los estilos de vida en la cultura de la época, junto con la “confusión doctrinal y moral” dentro de la Iglesia. A partir de los años 60, escribe, “todas las restricciones legales sobre material sexualmente explícito fueron abandonadas, también cuando se referían a ‘amor entre un hombre y un niño’ y a otras formas de abuso sexual… La cultura general estaba saturada de imágenes y de ideas sobre la sexualidad, generalmente presentadas como sofisticadas, liberadas y liberadoras”.
Nelson también advierte que los fallos de las autoridades de la Iglesia y de otros ámbitos para abordar eficazmente los abusos deben ser evaluados en el contexto de la extendida ignorancia de entonces sobre este problema.
“Cuando los casos de abusos a principios de los 80 fueron conocidos –escribe–, algunos obispos y otros clérigos trataron de hacer lo correcto, como ocurrió en Pittsburgh, pero también estaban condicionados por la ignorancia que prevalecía entre la profesión médica y las confusas relaciones entre las autoridades eclesiásticas y civiles. Así que no es sorprendente que los primeros intentos de rectificar la situación no fueran ni coherentes ni sistemáticos”.
Nelson atribuye el marcado declive en los casos de abusos en las dos últimas décadas al esfuerzo educativo de la Iglesia dirigido a clérigos y laicos, a los cambios legales y de procedimientos, al temor a las sanciones penales y a las presiones para que los abusadores dejen el ministerio.
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