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viernes, 16 de agosto de 2019

El cuidado del alma

Ignacio Sánchez Cámara, ABC, 13.08.19
A Boli, en su edad de oro

El problema de la educación está bien ordenado en la Constitución, que garantiza la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos, pero en la realidad marcha a la deriva. Y existen motivos. La falta de suficiente reconocimiento social de los maestros contrasta con la nobleza y dificultad de su trabajo. Una de las causas de la excelencia del sistema educativo finlandés se encuentra en la valoración social de los profesores. Por otra parte, la inevitable masificación de la profesión impide que algunos alcancen el nivel de competencia necesario. Ningún trabajo se ocupa de un objeto más valioso. Ni siquiera la medicina. El verdadero maestro no sólo enseña cosas sino que cuida del alma.
Sobre la educación planea la amenaza de las ideologías y la voluntad de manipularla a favor de sus intereses particulares. Si hubiera un solo bien común, residiría en la educación. Todo lo demás es secundario y derivado. Y cuando la ideología transita hacia los ensayos de ingeniería social, la educación muere y, con ella, la libertad y la dignidad de la persona. Aquí reside acaso la causa de que la educación se politice y no pueda tratarse como una alta cuestión de Estado. Toda ideología es enemiga de la libertad, pero unas mucho más que otras. Libertad, sí y libertad de enseñanza, también, pero no hay que olvidar que sin verdad no hay libertad. 
Por otra parte, no es posible educar si no se posee una idea clara acerca del ideal de hombre que hay que formar. No se puede educar sin contestar, o, al menos, intentarlo, a la cuarta y última pregunta que, según Kant, debe responder la filosofía; ¿qué es el hombre? Educar es conducir. Pero no tiene sentido conducir si no sabemos adónde vamos. Conducir no significa llevar al niño como se monta un caballo o se guía un automóvil. George Steiner dice que el verdadero maestro abre la ventana pero no describe el paisaje. Por lo tanto, se trata de una tarea imposible sin una concepción de la persona, en definitiva, sin una filosofía. Si no hay verdad, no hay educación. Además, como nos recuerda Ortega y Gasset, toda pedagogía adolece de un irremediable anacronismo, lo que acentúa su dificultad. Se educa con los medios y conocimientos de hoy a quien va a vivir en un mundo vital diferente, que aún no existe. En el fondo, se trata de la vieja idea del viejo Platón. Como afirma el filósofo polaco Jan Patocka, Europa no es otra cosa que el platónico «cuidado del alma», pura pedagogía. De ahí surgen las dos grandes escuelas pedagógicas: la socrática y la sofista. La primera busca el cuidado del alma y el bien del discípulo. La segunda busca el comercio de los bienes del alma y el interés del (falso) maestro. Toda educación ideológica es necesariamente sofística.
La tarea deviene casi utópica en un tiempo, como el nuestro, que parece decantarse por la abolición de la persona, por la negación de la condición personal del hombre. Cómo se va a educar a alguien si no hay alguien sino algo. Las cosas no se educan; se utilizan. Tampoco es posible la educación cuando no existen o se niegan y no reconocen las minorías ejemplares. El Estado debe ser democrático; la escuela no puede serlo. Es necesariamente aristocrática: un profesor y varios alumnos, en perfecta desigualdad. No hay educación si desaparecen la «sal de la tierra» y la «luz del mundo». Además, es muy difícil una solución legal porque no se trata de un problema meramente jurídico. Es una cuestión demasiado importante para que la pueda solucionar el derecho. Éste se apoya en la opinión púbica, en las ideas vigentes, mientras que la educación forma la opinión pública y, por ello, no se apoya en ella. De ahí que la verdadera política fuera para Platón pedagogía social.
Cita Juan Ramón Jiménez, en un maravilloso prólogo a una edición infantil (en la que no cambió ni una coma del texto) de su maravilloso libro Platero y yo, al poeta alemán Novalis: «Donde hay niños, existe una edad de oro». Esa edad de oro es la que, en buena parte, ponemos en manos de la escuela. Depositamos nada menos que el oro más valioso. Todavía quedan, espero que no sean pocos, maestros que piensan que su tarea no es sólo instruir sino educar. Y educar no es sólo enseñar valores constitucionales y reglas de urbanidad, sino, sobre todo, cuidar del alma. Pero, ¿quién habla hoy del alma? Acaso se nos ha escapado entre las rendijas de la jerga pedagógica.
Así como al político habría que preguntarle qué idea tiene acerca de lo que hay que hacer con una nación desde el Estado, al maestro cabría interrogarle acerca del tipo de persona que quiere formar. Si no acierta a responder, no es un verdadero maestro, sino, si acaso, un técnico de la pedagogía.
Debemos exigir la libertad de enseñanza, pero no sólo. También debemos, entre otras cosa, recordar con John Stuart Mill, que la función de los gobiernos en la educación se limita a garantizar el ejercicio del derecho a la educación, pero no a impartirla, ni mucho menos, a decidir su contenido científico, religioso, filosófico o moral. Los parlamentos expenden leyes pero no verdades. Si se educa a la persona, la formación del ciudadano va de suyo. Educar para la ideología no es educar; es manipular y oprimir.
Nos agobia la crisis pero nos quedamos en la superficie, en sus manifestaciones más ruidosas que suelen proceder de la política. Pero ninguna crisis importante suele ser política. Es necesario mirar en lo hondo. Quizá sabemos lo que nos pasa, pero ignoramos por qué nos pasa. Tal vez la solución no se encuentre en los pactos poselectorales, sino en los cuartitos y en los parques donde juegan los niños. Al menos, deberíamos defender esa edad de oro donde habita la felicidad y germina el futuro.
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Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho.

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