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viernes, 15 de abril de 2016

“Toda la vida, todo en común"



Una de las cosas más difícil de explicar en sí misma, no con ejemplos, es el amor. Pieper, quizá el más excelente filósofo de los últimos años, expresaba el amor de una persona a otra, como una luz particular y única, que hace captar en ella lo mismo que Dios capta; y se siente lo que Dios siente; se participa, en cierto modo, en la alegría que llevó a Dios a crearla, a darle la existencia.

Por eso, encontrarse con textos -numerosos textos- del Papa en Amoris laetitiae tan expresivos sobre esas realidades, es realmente gozoso.

Transcribo aquí un texto suyo, con un título incluido, que profundiza en esta antropología tan experimentable.

“Toda la vida, todo en común

123. Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad»[122]. Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia. 

Seamos sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. 

Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. 

La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. 


Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16).”

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