Por Carlos López Díaz, Brief
Es como un reflejo pavloviano: cada vez que se produce un atentado islamista en Occidente, la reacción inmediata del progresismo, tras las condolencias y condenas de rigor, consiste en reconducir los análisis al terreno de sus obsesiones irrenunciables. Para un progresista de manual, el mal es por definición sistémico, estructural; nunca puede reducirse a la voluntad de un individuo.
Si hay sujetos que son capaces de matar indiscriminadamente a civiles inocentes con armas automáticas o con explosivos, incluso suicidándose en su criminal empeño, al parecer ello no podría explicarse meramente como una decisión personal de aplicar hasta las últimas consecuencias una ideología perversa.
No: hay que hablar de marginación social, de jóvenes que “no tienen otra salida que inmolarse”, como ha llegado a decir un eurodiputado español de Podemos. Hay que hablar de las intervenciones militares de Estados Unidos y otros países occidentales en Oriente Medio, en una pasmosa interiorización de los argumentos de quienes pueden matarnos a cada uno de nosotros, en cualquier momento.
En todo caso, si se alude a las creencias de los yihadistas, se hablará de la religión generalizando; se dará a entender, cuando no se afirmará explícitamente, que el problema de que haya gente que mate en nombre de Dios se solucionaría si todo el mundo dejara de creer en Dios.
Para una persona de izquierdas, el mal absoluto reside básicamente en Wall Street
La forma de discurrir del cerebro progresista obedece a un impulso superficial, y a otro más hondo. El primero no pretende otra cosa que digerir ciertos hechos incontestables para integrarlos en una cosmovisión apriorística, a prueba de cualquier contrastación empírica. Para una persona de izquierdas, el mal absoluto reside básicamente en Wall Street, es decir, se identificacon eso que se suele llamar el “neoliberalismo”, “los mercados” o, en modo campaña electoral, “la derecha”.
Partiendo de este dogma de fe, cualquier fenómeno que apunte a la hipótesis de otra fuente del mal debe ser interpretado para redirigirlo al esquema de siempre. O como mínimo, debe relativizarse. Un ejemplo impagable de esto último lo proporcionóRodríguez Zapatero cuando sostuvo en sede de la ONU que el cambio climático causaba más muertes que el terrorismo internacional, y se quedó tan tranquilo.
No es casual que a este impulso de culpar siempre al capitalismo y a Occidente de todos los males, suela ir adosado el extendido ánimo cobarde que evita sistemáticamente pronunciar el término islamismo, sustituyéndolo por expresiones vagas como “terrorismo internacional” o incluso “violencia”, lo que también permite meter en el mismo saco (como en el caso de la religión) a víctimas y a verdugos.
El progresista siempre reserva su valentía para criticar al único sistema político que le garantiza su libertad de expresión, así como a aquella religión, la cristiana, que no emitirá ninguna sentencia de muerte contra quienes la denigran.
Los progresistas piensan que el problema del terrorismo islámico se debe a la desigualdad
Pero me he referido a un impulso más profundo, que está en la raíz de la lógica progresista. Quienes tratan de explicar el terrorismo islamista o en general aludiendo a las desigualdades e injusticias sociales, además de culpar a su enemigo favorito, realmente piensan que si no existiera desigualdad de ningún tipo (económica, sexual, etc.) no habría violencia ni delitos de ninguna especie.
En la izquierda, incluso cuando se viste de socialdemócrata, siempre late el sueño utópico, la idea de que partiendo de cero podríamos organizar una sociedad perfecta, donde no existiría el mal de origen humano.
Aunque hay quienes todavía reivindican el utopismo como un ideal acaso inalcanzable pero noble, nunca deberíamos olvidar que ha sido el pretexto de las peores carnicerías de la historia. Como dijo Juan Pablo II:
“Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia y la mentira, para realizarla.” (Centesimus annus, 3.)
La otra cara de la moneda del ideal utópico es el mito del Buen Salvaje, una inversión evidente del relato bíblico del Pecado Original. El hombre sería bueno por naturaleza y el mal tendría su origen en la sociedad, en la cultura. De ahí procede todo el discurso de la izquierda contra la propiedad privada y el “patriarcado”, así como su convergencia con el panteísmo ecologista.
Los asesinos de París eran ciudadanos europeos que habían tenido acceso a los sistemas educativos francés o belga
Con todo ello está relacionado el mantra buenista, asumido también por la derecha, de que todos los problemas se solucionarían con la educación, a pesar de que varios de los criminales que perpetraron los asesinatos de París eran ciudadanos europeos (en algún caso de tercera generación) que habían tenido acceso a los sistemas educativos francés o belga.
¿Realmente se puede integrar a quien no quiere integrarse? Todo indica que las creencias de los musulmanes son incompatibles con los valores de libertad y tolerancia que profesa Occidente, aunque a menudo los propios occidentales los malentiendan, confundiéndolos con un mensaje hedonista, relativista y escéptico. Mensaje que no hace sino excitar aún más la agresividad de los islamistas, asqueados y al mismo tiempo envalentonados por nuestra decadencia.
Porque en esa confusión (¡a la que contribuye aquella “educación” que tanto beatificamos!) reside sin duda nuestra mayor debilidad. Difícilmente podremos defender, con la palabra y con la fuerza legítima, unos valores cuyo auténtico fundamento –la dignidad trascendente del hombre– es negado, distorsionado o puesto entre paréntesis por el pensamiento progresista dominante.
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