- Escrito por Juan Manuel Burgos
El modo en el que la ideología de género ha conseguido tener gran primacía y éxito en el panorama socio-cultural, merece un análisis atento y circunstanciado; en estas reflexiones nos vamos a centrar en sus presupuestos teóricos planteando, a su vez, una alternativa
Sumario: 1. Del feminismo a la ideología de género. 2. El concepto de naturaleza humana de la ideología de género. 3. Naturaleza, humana y persona. 4. La persona como ser sexuado.
Una de las cuestiones más debatidas en la actualidad y que más repercusión tiene en la vida pública es el tema de la ideología de género[1]. Esta teoría, gracias a las reflexiones de sus seguidores y a su esfuerzo por conferirle un matiz público, ha pasado en pocas décadas de ser prácticamente desconocida a convertirse en una de las teorías culturales dominantes del panorama contemporáneo con una influencia tremenda en el ámbito público concretada en una abundante legislación que sigue, en ocasiones al pie de la letra, sus postulados. El modo en el que esta ideología ha conseguido tener tal primacía y éxito en el panorama sociocultural, merece, sin duda, un análisis atento y circunstanciado, pero, en estas reflexiones, nos vamos a centrar en sus presupuestos teóricos planteando, a su vez, una alternativa. Si bien, la ideología de género, como toda teoría, incluye factores atendibles, estimamos que, a diferencia del feminismo, sus premisas ideológicas son más bien negativas, por lo que resulta necesario propiciar alternativas que propongan un modo más sensato de fundamentar o explicar la identidad sexual.
Para ello vamos a acudir a la filosofía personalista, pues entendemos que este planteamiento ofrece una alternativa antropológica suficientemente sólida y moderna[2]. Nuestra propuesta es una síntesis reelaborada de ideas y perspectivas que, sobre todo, se pueden encontrar en Julián Marías y Karol Wojtyla, si bien no planteadas de este modo. Tenemos claro, por otra parte, que requiere un desarrollo teórico más detallado y extenso, pero, aún así, estimamos que proporciona un marco general lo suficientemente preciso para proceder a esa elaboración a través de las líneas que aquí se indican.
Abordaremos el tema, exponiendo la transición del feminismo a la ideología de género que tuvo lugar hace unas décadas en Estados Unidos, ya que es un buen modo de delinear los presupuestos antropológicos esenciales de los que depende esta ideología.
1. Del feminismo a la idelogía de género
Como es sabido, el movimiento feminista comenzó con las reivindicaciones de las sufragistas inglesas a finales del siglo XIX[3]. En esos momentos, las mujeres reivindicaban un derecho tan básico y evidente −a nuestros ojos del siglo XXI− como la posibilidad de votar. Sin embargo, como la historia nos muestra, no fue nada fácil conseguir ese derecho fundamental y debieron sucederse generaciones de mujeres hasta que la sociedad lo asumiera de manera generalizada. El movimiento sufragista supuso el pistoletazo de salida para el movimiento global de reivindicación de la mujer: el feminismo. Esta primera “aparición” de la mujer en el ámbito público a través de la reivindicación de un concreto derecho, condujo de una manera natural a la reivindicación de otros: educación superior, autonomía económica, capacidad jurídica, desempeño de algunas profesiones y, después, de cualquier profesión, asunción de posiciones de poder en las esferas económica y política, etc. La dirección y la meta, con el paso de las décadas, se hizo neta y precisa: alcanzar la igualdad total con el hombre.
El feminismo tuvo siempre diferentes almas y, a medida que ese objetivo se fue haciendo más cercano, esas almas comenzaron a divergir. El feminismo más moderado que, en terminología europea, podríamos denominar liberal, estaba interesado fundamentalmente en la adquisición de derechos para las mujeres, pero no tanto en una identificación esencial con “el hombre” en cuanto tal, o en una crítica de lo masculino. Sin embargo, otro tipo de feminismo, con muchas facetas y variantes (marxista, psicoanalista, socialista, etc.), al que se ha descrito de modo común como feminismo “radical”, acompañó la reivindicación de lo femenino con un progresivo ataque a lo masculino[4]. La versión marxista del feminismo realizada por Firestone es un ejemplo muy conocido. Para el marxismo, la historia es una sucesión de luchas entre clases, en las que la clase explotada se enfrenta revolucionariamente con la explotadora, y la aniquila en busca de un mundo nuevo en el que ese antagonismo sea superado. La violencia, desde esta perspectiva, es un mal menor y necesario, porque es el único medio de acabar con la situación de explotación. Como las clases son el resultado de las estructuras de producción, solo destruyendo estas estructuras es posible cambiar las infraestructuras que generan las clases que conforman la sociedad. Por eso, adoptar una posición conciliadora, si bien, a primera vista, podría parecer más humano, en el fondo es acceder a la perpetuación de la explotación al renunciar a la destrucción de las estructuras configuradoras del sistema social.
La aplicación al problema del feminismo es bastante directa. De hecho, ya el mismo Engels indicó que el sometimiento de la mujer al hombre era el resultado de la aparición de la propiedad privada y del consiguiente deseo del varón de controlar esa propiedad y transmitirla a sus descendientes[5]. Firestone, actualizando y generalizando esa perspectiva, estableció como clases generales la de los hombres y la de las mujeres, siendo esta última la clase explotada y la primera la explotadora y, el medio de salir de ella, la lucha revolucionaria contra la clase dominante. El icono negativo de las estructuras socioeconómicas existentes quedó representado idealmente en la figura de la autoridad patriarcal, que dominaba de modo tiránico-monárquico sobre la familia y, en concreto, sobre la mujer. Por ello, el objetivo prioritario de la mujer debía ser justamente la destrucción de la autoridad patriarcal y de todo lo que ella llevaba consigo.
Lo que interesa destacar aquí es que esta teorización de la relación varón-mujer supone un cambio de vertiente decisivo en el movimiento feminista[6]. Este surgió, como hemos visto, no como un movimiento contra el varón, sino como un movimiento a favor de la mujer. Pretendía conseguir para la mujer todo aquello que, por derecho, le correspondía, pero no atacar al varón en cuanto tal y menos identificarlo de manera global como clase opresora. Si bien es claro que el mundo público ha sido configurado por los hombres y, en esa medida, se les puede achacar una cierta culpa colectiva por la situación de inferioridad de la mujer, también es cierto que la conciencia histórica de los derechos que se poseen está ligada al paso de los tiempos y, lo que en una época parece evidente, en otra no lo es en absoluto. Por eso, para el feminismo moderado, si a la creciente conciencia del valor de lo femenino, el hombre responde con un reconocimiento de ese dato, no le interesa entrar en una escalada de enfrentamiento ideológico, sino, más bien, centrarse en problemas concretos, en cómo ir resolviendo en cada caso malentendidos o injusticias históricas.
Pero el feminismo radical −por ejemplo, el marxista− ve las cosas de manera diferente. Es el hombre en cuanto tal, la masculinidad en sí misma, la que ha causado las enormes injusticias históricas que la mujer ha sufrido a lo largo de siglos y milenios. Por eso, la única manera de superar y resolverlas es atacar la masculinidad en cuanto tal. Solo destruyendo la masculinidad, o deconstruyéndola, en la versión postmoderna, se abre el camino para una real liberación de la mujer, para que esta pueda desplegar todas sus potencialidades y alcanzar su plenitud como mujer. A partir de aquí, el proyecto −social y teórico cambia radicalmente de orientación, si bien en un primer instante se mantiene todavía conectado por una ligazón que se irá debilitando cada vez más con el tiempo. Pero las prioridades se modifican de modo sustancial. De reivindicar derechos para la mujer, de reivindicar los medios para desplegar sus posibilidades y potencialidades, se pasa a un ataque progresivo a la masculinidad entendida como fuente de opresión y explotación. El hombre pasa a ser el enemigo. Acostarse con un hombre, se llegará a decir, es acostarse con el enemigo.
Aquí es donde, a mi juicio, hay que situar ideológicamente a la ideología de género porque el ataque directo a la masculinidad conduce inevitablemente a un autoataque a la feminidad. La razón es evidente: masculinidad y feminidad son conceptos interdependientes. Se quiera o no, se es hombre en relación a la mujer, y se es mujer en relación al hombre. El adolescente, una vez que ha superado su fase de autoafirmación como sujeto, empieza a descubrir que su modo de ser persona no es único, sino que se distingue profundamente de otro modo, que resulta diverso y complementario, que es el del sexo opuesto. El hombre-adolescente descubre que hay otro modo de enfrentarse con el mundo y con las personas, el femenino, y lo mismo descubre la mujer, generalmente antes. Y esos dos modos se requieren mutuamente. Por ello, destruir la masculinidad conduce, inevitablemente, y en un plazo más o menos corto, a la destrucción de la feminidad. Y, en un segundo momento, a la destrucción de la sexualidad. Si no hay ni feminidad ni masculinidad, no hay sexualidad.
Este es, justamente, el camino que ha seguido la ideología de género a partir de las versiones más extremas del feminismo. La fijación negativa de la figura masculina deja sin referente a la figura femenina puesto que, relacionarse con el hombre, con lo masculino, sería, de algún modo, rendirse al opresor. Por ello, la mujer debe autoafirmarse como mujer independientemente del varón. Pero, esto −al igual que su opuesto− es sencillamente imposible, puesto que ambas figuras son autonecesitantes[7]. No es pues de extrañar que determinadas tendencias del feminismo radical acabaran reivindicado el lesbianismo como único modo de vivir un tipo de sexualidad independientemente de los hombres[8] y, en un segundo paso, se fuera configurando la posición general de la ideología de género tal como ha sido fijada hoy en día: la identidad sexual como elección personal sobre un fondo biológico dado[9].
¿Cómo superar los límites de la concreta identidad sexual? ¿Cómo superar el drama de pertenecer a una mitad del mundo que debe enfrentarse y oponerse a la otra? Siendo capaces de elegir libremente esa identidad. Siendo capaces de configurar la identidad sexual a partir de elecciones únicas e individuales. Es así como la deconstrucción del sexo, posterior a la deconstrucción de la masculinidad realizada por el feminismo radical, conduce a las premisas básicas de la ideología de género. El sexo, la sexualidad, deja de ser algo configurador de la identidad personal −varón, mujer− para convertirse en un rasgo determinable por la persona según sus gustos y cualidades. Pero es fácil comprender que aquí, la versión fuerte de la sexualidad, ha desaparecido. Ser varón o ser mujer no son rasgos modificables como lo puedan ser las características de los teléfonos móviles. Son rasgos antropológicos estables. Por eso, el hecho de que la ideología de género postule la elección de la sexualidad solo es posible entendiendo esta de una manera muy débil, superficial y meramente instrumental. Para ello se apoya en el concepto moderno de naturaleza humana.
2. El concepto de naturaleza humana de la ideología de género
El concepto de naturaleza humana es uno de los bastiones en los que se apoya la ideología de género para fundamentar teórica y filosóficamente su propuesta. Si bien podría parecer, en principio, que justamente el concepto de naturaleza debería echar por tierra la posición de la ideología de género, en cuanto que la naturaleza muestra lo que es inmutable en las personas frente a la supuesta movilidad de la identidad sexual que postula la ideología de género, las cosas no son tan sencillas. El problema, en efecto, consiste en establecer qué entendemos exactamente por naturaleza humana y cuáles son las características o rasgos de esta naturaleza, cuestión ciertamente compleja[10].
Desde el punto de vista aristotélico, es decir, desde la posición hilemórfica, la naturaleza muestra la esencia del ente en cuanto principio de operaciones, y, en ese sentido representa justamente lo inmutable: aquello que es un determinado ente en sí mismo y que, precisamente por ello, no puede ser modificado. Aristóteles diseñó este concepto a partir del mundo natural mostrando que los elementos centrales de los seres vivos no cambian: los castaños, los tilos, las plantas, los diversos animales, tienen unas características esenciales que no se modifican con el tiempo; simplemente se desarrollan pasando de la potencia, cuando se encuentran en estado de semilla, al acto cuando han llegado a su madurez en una determinada especie. Por eso, la naturaleza, o un determinado tipo de ente natural, es lo que es, y no puede ser modificada[11]. La extensión (o ampliación) de este concepto al hombre conduce al concepto metafísico de naturaleza humana[12]. El hombre, al igual que los animales, tiene un modo de ser que no cambia y que constituye su naturaleza, humana en este caso. Si en su actividad libre se acuerda con lo que naturalmente es, desarrollará armónicamente sus cualidades, pero si se enfrenta a lo que es, actuará contra sí mismo y en perjuicio suyo.
Este concepto de naturaleza, sin embargo, no ha sido aceptado pacíficamente por el pensamiento moderno por dos motivos diferentes. Un primer problema lo plantea la evolución. Si las especies no son estáticas y, por lo tanto, el fijismo ya no está justificado, ¿cabe hablar de esencias inmutables? El problema tiene mayor o menor valor para la antropología en la medida en que se acepte una visión más o menos radical del evolucionismo. Si se asume que este no se puede aplicar directamente al hombre, el problema sería secundario. En otro caso, cuestiona directamente la posibilidad de afirmar la existencia de una naturaleza humana inmutable.
De todos modos, la problemática lanzada por la modernidad en torno al concepto de naturaleza humana se ha movido por otros derroteros de cariz más estrictamente antropológico, que se pueden resumir en torno a esta pregunta: ¿qué es lo propiamente humano, lo dado por la biología, o lo determinado por la inteligencia y libertad de la persona? Existen varias respuestas posibles pero el pensamiento moderno, en general, lo ha hecho de manera dicotómica, estableciendo una neta separación entre naturaleza (lo dado) y cultura (lo determinado por el hombre). Sirva por todos esta cita de Ortega: “Podéis llamar a la Naturaleza como gustéis; es la diosa que acude a una evocación de mil nombres: naturaleza es la materia, es lo fisiológico, es lo espontáneo. En una sinfonía de Beethoven pone la Naturaleza las tripas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la madera para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para las ondas sonoras. Y todo lo que en una sinfonía de Beethoven no es tripas de cabra, ni madera, ni metal, ni aire inquieto, es cultura”[13].
La naturaleza (physis), como su mismo nombre indica, se refiere al mundo de lo natural, es decir, de lo no humano: lo material, lo vegetal, lo animal. Y, justamente por ser no humano, es fijo, estable y definido. Está sujeto a las “leyes de la naturaleza” y no cambia. O, como mucho, lo hace en una escala temporal que no afecta a la vida cotidiana. Pero lo propio del hombre es la libertad; su esencia es su capacidad de construir su propia vida, de decidir qué quiere ser a través de sus decisiones libres y creativas. En este sentido su esencia es no tener naturaleza, o, dicho de otro modo, su naturaleza consiste en carecer de una. Como, por otra parte, es evidente que el hombre tiene unas características somáticas definidas, la descripción del hombre desde esta perspectiva acaba adoptando unas características dualistas que son las propias de la ideología de género. El hombre (la mujer) real se compone de dos dimensiones: una somático-vegetativa, que es la propiamente natural (es decir, fija) y otra cultural (la propiamente humana), es decir, libre y a disposición de la persona. Y esta última no sólo puede, sino que, en cierto sentido, debe poner la parte natural al servicio de la cultural o humana, puesto que lo inferior debe estar al servicio de lo superior. La sexualidad, para la ideología de género, se sitúa en el nivel natural porque se es hombre o mujer como resultado de la genética y de los cromosomas. Pero, justamente por ello, este dato “natural” no debe esclavizar al hombre si su parte cultural se siente a disgusto con ella. El hombre no está al servicio de la naturaleza, sino viceversa. Por eso, si alguien discrepa de su sexualidad de facto, no sólo puede sino que debe modificarla, adaptarla o ponerla al servicio de la sexualidad que libremente la persona decida asumir[14].
La ideología de género, por tanto, conecta con buena parte de la tradición de la filosofía moderna y, en particular, con el concepto de naturaleza asumido por muchos de sus representantes (Kant, Marx, Sartre, etc.). Y conecta también, pues ambos conceptos coinciden, con el sentido más habitual de naturaleza en el lenguaje común: lo natural es lo no humano y, por eso mismo, lo no modificable. Lo humano se construye sobre ello pero, si es necesario, también a pesar de ello o en su contra.
3. Naturaleza humana y persona
La filosofía clásica ha respondido a la ideología de género rechazando su concepción del concepto de naturaleza y su visión de la teoría aristotélica, o, en otros términos, reivindicando la validez de la ampliación. Es cierto que, históricamente, Aristóteles desarrolló su concepto de naturaleza a partir del mundo físico (la physis), pero eso no obsta para que se puede ampliar a la persona si se integran en ella adecuadamente la libertad y la inteligencia. El auténtico concepto clásico de naturaleza no está limitado a lo biológico: nada más allá de la intención de Aristóteles o Tomás de Aquino. Incluye como elementos imprescindibles la inteligencia y la libertad. Por tanto, la naturaleza clásica no representa exclusivamente el mundo de lo dado, sino el mundo de lo dado y de lo libre entremezclados de manera unitaria a través de la forma sustancial.
Esta reivindicación de la filosofía clásica tiene, sin duda, una parte importante de razón. La identificación de lo natural con lo dado realizada por una parte sustantiva de la filosofía moderna corresponde a una visión reduccionista y, en parte, deforme del pensamiento tradicional[15]. Este no es en absoluto biologicista, sino que apuesta −de manera más clara que algunas tradiciones modernas− por la espiritualidad del hombre y, por tanto, por la afirmación de su dinamismo libre. Por este motivo, sectores importantes de la filosofía clásica se han enfrentado con ideología de género acudiendo reiteradamente al concepto de naturaleza si bien intentando purificarlo de posibles límites o, más simplemente, procurando mostrar su auténtico significado.
Sin embargo, esta postura, para el pensamiento personalista plantea dos tipos de problemas. El primero, y más débil, es de orden cultural. La noción actual de naturaleza más difundida es la que asume la ideología de género, no la filosofía tradicional. Esta responde a un concepto técnico, pero por naturaleza se entiende habitualmente la vida tal como es sin que sea afectada por la acción humana; por eso, resulta extraño que ese concepto se aplique al hombre, ya que da la impresión de que se le pretende identificar con un mundo del que él no forma parte. El segundo, más complejo, son las dudas que presente la validez filosófica de la ampliación, es decir, las dudas acerca de que la teoría hilemórfica sea realmente compatible con una antropología moderna. Justificar con algún detalle esta reflexión requeriría de un espacio del que aquí no disponemos. Por eso, me limitaré a apuntar algunas consideraciones.
La primera, y más central, es puramente conceptual. La naturaleza, para Aristóteles y S. Tomás, es lo que está determinado “ad unum”. Pero entonces: ¿cómo puede ser esa naturaleza la sede de la libertad?[16] Este es, creo, el punto más difícil de resolver por parte de la teoría clásica de la naturaleza, y es también el punto en el que se ha apoyado el pensamiento moderno para rechazar (de manera exagerada) esta posición. Como confirmación de esos problemas, se podría añadir, desde un punto de vista histórico, que esa fuerza de la determinación “ad unum” ha tenido sin duda repercusiones dentro de la tradición clásica, limitando fuertemente su expansión en terrenos exteriores a los núcleos conceptuales básicos. En este sentido, no encontramos dentro del tomismo una filosofía de la cultura ni del arte ni del lenguaje ni del trabajo. Y estas carencias vendrían a confirmar tanto el rechazo (exagerado) de la posición moderna como la actitud personalista. En definitiva, el concepto clásico de naturaleza sería excesivamente rígido y pegado a lo natural o somático y no dejaría espacio para tematizar la dimensión cultural de la persona. Habría que buscar otra formulación.
Ya hemos presentado la formulación moderna: la opción por un dualismo que separa y, con frecuencia, confronta naturaleza y cultura. La posición personalista es distinta y podríamos desdoblarla en dos aspectos[17]. El primero es una reticencia para emplear el término de naturaleza excepto en un sentido genérico. El personalismo asume que existe una esencia humana, es decir, que el hombre es algo concreto, un modo de ser determinado. Y, en este sentido, no tiene problema en afirmar que el hombre tiene una naturaleza determinada, es decir, que es de un modo concreto y específico que no se modifica esencialmente con el tiempo. Afirma, por ejemplo, Mounier: “Nuestro tiempo rechaza la idea de una naturaleza humana permanente, porque toma conciencia de las posibilidades aún inexploradas de nuestra condición. Reprocha al prejuicio de la ‘naturaleza humana’ limitada de antemano. En verdad, resultan a menudo tan sorprendentes que no se debe fijarles límites sino con extremada prudencia. Pero una cosa es negarse a la tiranía de las definiciones formales y otra negar al hombre, como a menudo lo hace el existencialismo, toda esencia y toda estructura. Si cada hombre no es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, ni comunidad”[18]. Tiene perfecto sentido, por tanto, hablar de una naturaleza humana para el personalismo, pero el problema que se plantea es que intentar separar esta visión genérica de la naturaleza humana del concepto hilemórfico de naturaleza es prácticamente imposible. En una reflexión filosófica que se sitúe en el marco de una posición realista, hablar de naturaleza y entender por ello automáticamente la naturaleza aristotélica son acciones intelectuales prácticamente simultáneas.
Pero el personalismo entiende que el hilemorfismo tiene límites significativos, de ahí que, en general, prefiera optar por lo que he denominado transición a la persona[19]. No hablemos (tanto) de naturaleza. Hablemos de persona porque con esta estrategia conceptual la mayor parte de los problemas desaparecen. Desaparecen directamente todos los asociados a las malinterpretaciones que genera el sentido más habitual hoy en día del término naturaleza[20]. Y desaparecen también todos los problemas que conlleva el concepto aristotélico de naturaleza porque el concepto de persona es capaz de incorporar todas las dimensiones que encontramos en el ser humano –corporalidad, psique y espiritualidad- sin generar al mismo tiempo una perspectiva dualista: lo fijo, lo determinado contra lo libre.
Es evidente, por otra parte, que el recurso al concepto de persona no es para el personalismo un mero recurso estratégico para obviar dificultades, aunque también tenga este efecto. Se trata, más bien, de la opción arquitectónica fundamental de este tipo de antropología. Se parte de la persona porque se entiende que este es el concepto (moderno) más adecuado para reflejar qué, o mejor, quién es el hombre y quién es la mujer. Y parece, en efecto, que partiendo desde esta perspectiva se evitan algunos de los problemas que se han ido presentando.
El más radical es el intenso dualismo que está en los fundamentos de la ideología de género: la oposición naturaleza-cultura que, una vez establecida, se alza como un obstáculo prácticamente insuperable. La naturaleza: lo dado (y, por tanto, rechazable) frente a la cultura, lo libre. La posición clásica, como hemos visto, intenta resolver el problema rehabilitando un concepto de naturaleza pulido y perfeccionado, pero no parece que esta solución resulte satisfactoria. A mi juicio, si no se es capaz de evitar una dualidad conceptual originaria, un cierto tipo de dualismo (mayor o menor) es inevitable. El modo de evitarlo es, justamente, partir del concepto de persona, que es capaz de integrar de modo no dualista todas las dimensiones del ser humano. Entiendo que no se trata de una mera afirmación sino de un hecho constatable. En efecto, el concepto de persona no genera inercias o sentimientos dualistas a pesar de reflejar tanto la corporalidad (que es algo dado) como otras dimensiones más elevadas: afectividad, inteligencia, etc. Y, por otra parte, no es un concepto vacío, sino, al contrario, mucho más específico que el de naturaleza. Existen innumerables tipos de naturaleza pero sólo el ser humano es persona.
4. La persona como ser sexuado
A partir de aquí el personalismo procede integrando la sexualidad en la persona o, de modo más preciso, mostrando a la persona como un ser sexuado[21]. Julián Marías ha expresado este punto con precisión al distinguir entre el carácter sexual y el carácter sexuado de la persona[22]. El carácter sexual remite al dato biológico, genético o somático. Desde este punto de vista se es hombre o mujer en el sentido que plantea la ideología de género, como algo dado por nacimiento y fuera no sólo del ámbito de libertad de la persona, sino también del de su identidad, puesto que remite a un aspecto exterior y secundario. Mi cuerpo es biológicamente – lo quiera yo o no- masculino o femenino. El carácter sexuado de la persona o, mejor, entender a la persona como ser sexuado remite a una concepción muy diferente de la integración de la sexualidad en la persona. Supone, de hecho, como es norma en el personalismo, partir de la persona como concepto inicial y, a partir de ella, entender la sexualidad, y no al revés.
Desde este punto de vista, la consecuencia o, más bien, la premisa central es que el personalismo entiende que, en realidad, no existe “la persona” en cuanto tal, sino dos modos específicos de ser persona: la masculina y la femenina. La persona es una realidad estructuralmente sexuada y este dato afecta a toda su identidad: se es varón o mujer en todas y cada una de las dimensiones, capacidades y cualidades que configuran la estructura de la persona.
Sintetizando diversas posiciones personalistas, he descrito a la persona como una red de tres niveles: cuerpo, psique y espiritualidad, surcada verticalmente por tres estructuras: conocimiento, dinamismo y afectividad, todas ellas unificadas por el yo[23].
Pues bien, la comprensión de la persona como ser sexuado indica que, cada una de estas dimensiones es diferente en el caso de la persona femenina y de la persona masculina. En cuanto personas, varón y mujer comparten las mismas características esenciales; pero, en cuanto varón y mujer, difieren en las características concretas que adoptan cada una de ellas.
Hasta fechas muy recientes, la diferenciación varón-mujer no ha sido un tema de profundización en la filosofía (tampoco en otros terrenos). Y, cuando esa reflexión se inició, la diferenciación hombre-mujer optó por la vía de la distribución de roles o de cualidades. Por ejemplo, al varón le corresponderían primariamente los roles externos e instrumentales, ligados a la inteligencia, y a la mujer los internos y vivenciales ligados a la actividad[24]. Sin descartar que esto corresponda a elementos no desatendibles de la persona, hoy en día, y es la posición también del personalismo, se tiende más bien a postular una diferencia basada en la modulación de las cualidades, más que en una adscripción de tinte exclusivo de determinadas cualidades[25].
La adscripción de la inteligencia principalmente al varón, por ejemplo, es una postura que resulta claramente obsoleta y a-científica. Su cristalización en siglos pasados tuvo su origen en que la discriminación de la mujer le impidió el acceso a la educación superior, pero, una vez que esa discriminación ha desaparecido, se ha hecho evidente que la capacidad intelectual es similar[26]. Pero similar no quiere decir idéntica. Y aquí es donde aparece el carácter sexuado de la persona. Hombres y mujeres son diferentes y una de las manifestaciones es que piensan de modo diferente. La inteligencia masculina y la inteligencia femenina son diversas, hecho con el que nos enfrentamos cotidianamente y que está recibiendo, cada vez de modo más claro, una comprobación puramente experimental mediante instrumentos cada vez más sofisticados que permiten controlar la actividad de los procesos cerebrales. El modo y la cantidad en que se activan y relacionan las neuronas de los hombres y mujeres es diferente. Una constatación externa de esta diversidad interna sería, por ejemplo, la tendencia más unilateral del comportamiento masculino frente a la multilateralidad de la mente femenina, capaz de atender más cosas a la vez pero quizá no con la misma intensidad que el hombre[27].
El ejemplo de la inteligencia es extensible a cualquier dimensión personal, con mayor o menor claridad según los casos. Nadie pondrá en duda que la afectividad masculina es distinta que la femenina, al igual que la sociabilidad, las capacidades lingüísticas, etc. Y otro tanto se puede decir de la corporalidad, pero no en el mero sentido somático-biológico, sino en la vivencia de la corporalidad, es decir, en lo que el cuerpo representa para el hombre y para la mujer. Ambos se relacionan con el cuerpo de manera distinta como se puede evidenciar, por ejemplo, en la actitud ante el deporte o ante la belleza.
Todo ello conduce a la reafirmación de un dato experimental evidente que la presión socio-cultural de la ideología de género ha debilitado al introducir filtros ideológicos que alteran nuestra percepción original. Existen dos tipos de persona, hombres y mujeres; y ser hombre o ser mujer es un rasgo antropológico radical que afecta a todas las estructuras personales. No es una elección, del mismo modo que no se elige ser alto o bajo, fuerte o débil, de una raza o de otra, de una u otra época. Se nace estructuralmente hombre o mujer, como uno de los dos modos posibles de ser persona.
Llegados a este punto, resulta ya evidente que la concepción de la sexualidad por parte del personalismo se opone radicalmente a la ideología de género. Para ésta, como hemos visto, remite a una estructura natural-biológica sobre la que se podría construir, al propio gusto, la identidad sexual. En este sentido, se habla de que, para la ideología de género existirían cinco tipos posibles de sexualidad (homo y heterosexual masculino y femenino, y transexual); pero realmente las posibilidades son infinitas, puesto que la creatividad humana no tiene límites. Pero desde el punto de vista del personalismo, este tipo de comportamientos sexuales, que son ciertamente posibles, no constituyen más que las excepciones a la regla general, que nos muestra dos tipos de sexualidades (en el sentido de comportamientos de personas sexuadas) básicas: la femenina y la masculina[28]. Las otras se entienden sólo con referencia a ellas, como excepciones, contraposiciones o deformaciones según los casos. Lo esencial, lo natural si se quiere, como muestran la historia y la cultura, es la existencia de hombres y mujeres con una tipología comportamental y caracterológica que se mantiene básicamente estable a lo largo de la historia.
¿Cómo explicar entonces la existencia de la homosexualidad o de otro tipo de comportamientos sexuales? Ante todo creo que hay que afirmar que tales comportamientos son excepcionales y que, por lo tanto, no deben configurar el foco de la comprensión de la sexualidad humana. Eso solo tiene sentido en una sociedad excesivamente influida por las vertientes más radicales de la ideología de género. El centro de la antropología sexual debería apuntar a la comprensión del hecho masculino y femenino en sí mismo, suficientemente complejo para justificar un buen número de investigaciones. En este marco, los comportamientos o personalidades homosexuales aparecen como entidades posibles resultantes de las múltiples configuraciones posibles de las complejas y numerosas estructuras que conforman a la persona pero que se estructuran básicamente en torno a la forma masculina o femenina.
Añadiría dos observaciones para concluir. Me parece que se debe conceder a la ideología de género que ha insistido adecuadamente en la dimensión cultural de la sexualidad. Esta se modifica según las sociedades y las épocas. La masculinidad y la feminidad no tienen hoy el mismo sentido que hace 20 años, al igual que su vivencia difiere en una sociedad islámica y en una sociedad occidental. Pero esto no significa que sea completamente maleable. No es una “cosa” al servicio de la persona. Es la persona misma porque se es hombre o mujer. Otra cuestión es que, del mismo modo que, en cuanto personas debamos comprender qué significa ser persona y cuál es nuestro lugar en el mundo, debemos comprender qué significa ser hombre o mujer en general y, en concreto, para nosotros. Pero de ahí no se deduce que podamos elegirlo, de la misma manera que no podemos elegir ser o no ser personas. Por eso, el cuestionamiento de la identidad sexual es un modo de cuestionamiento de la identidad personal, por lo que sólo se da en un número muy limitado de personas. En la inmensa mayoría de los casos la sexualidad se presenta de una manera muy diversa, como una realidad maravillosa, tan evidente como enigmática, que nos muestra un modo radicalmente diferente de ser persona que nos atrae por su diversidad al mismo tiempo que nos enseña, por contraposición, lo que nosotros realmente somos.
Juan Manuel Burgos
Fuente: personalismo.org.
Publicado en Angela Aparisi (ed.), Persona y género, Thomson Reuters-Aranzadi, Pamplona 2011, pp. 405-421.
[1] Entiendo como ideología de género la perspectiva teórica de corte radical que concibe la sexualidad como una elección personal sobre un fondo biológico. No me detengo a precisar la relación, compleja, entre esta ideología y las “perspectivas o teorías de género” que enfatizan, en mayor o menor grado, la dimensión cultural y social de la sexualidad.
[2] Sobre esta corriente cfr. Burgos, J.M., Introducción al personalismo, Palabra, Madrid, 2012; Reconstruir la persona. Ensayos personalistas, Palabra, Madrid 2009; Repensar la naturaleza humana, Eiunsa, Pamplona 2007; Mounier, E., El personalismo, PPC, Madrid, 2004; Mondin, B., Storia dell’Antropologia Filosofica, vol. 2, ESD, Bologna, 2002; Díaz, C., Treinta nombres del personalismo, Mounier, Salamanca, 2002; Burgos, J.M., Cañas, J.L. y Ferrer, U. (eds.), Hacia una definición de la filosofía personalista, Promesa, San José (Costa Rica), 2008; Bartnik, C., Personalism, KUL, Lublin, 1996; Studies in personalist system, KUL, Lublin, 2006; Domingo Moratalla, A., Un humanismo del siglo XX: el personalismo, Pedagógicas, Madrid, 1985; Rigobello, A., Il personalismo, Città Nuova, Roma, 1978.
[3] Cfr. Solé, G., Historia del feminismo (siglos XIX y XX), Eunsa, Pamplona, 1995; Scanlon, G.M., “Orígenes y evolución del movimiento feminista contemporáneo”, en Folguera, P. (ed.), El feminismo en España: Dos siglos de Historia, Pablo Iglesias, Madrid, 1988, págs. 147-171.
[4] La obra que proporcionó las claves ideológicas iniciales fue El segundo sexo de Simone de Beauvoir (1949), pero como movimiento públicamente reconocido se afianzó solo en los años 70 y especialmente en Estados Unidos. Tres obras emblemáticas son: Firestone, S., The dialectic of sex, Banthan, New York, 1972, Greer, G., The female eunuch, McGibbon & Kee, Londres, 1970 y Millet, K., Política sexual (1969), Cátedra, Madrid, 1995.
[5] Cfr. Engels, F., El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884) y Bachofen, J., El matriarcado. Investigación sobre la gineocracia del mundo antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica (1861).
[6] Una descripción detallada de esta transición y sus consecuencias en Trillo-Figueroa, J., Una revolución silenciosa, LibrosLibres, Madrid, 2007.
[7] La necesidad biológica de cara a la procreación es sólo una de las múltiples dimensiones en las que hombre y mujer se necesitan mutuamente.
[8] Cfr. Witting, M., El pensamiento homosexual y otros ensayos, Egales, Madrid, 2005.
[9] Quién utilizó primero el concepto de género fue John Money, de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, pero su popularización se debe a los trabajos del psiquiatra Robert Stoller presentados en la famosa obra Sex and Gender, en 1968. En ella, Stoller afirmaba que “el vocablo género no tiene un significado biológico, sino psicológico y cultural. Los términos que mejor corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que los que mejor califican al género son masculino y femenino, y estos pueden llegar a ser independientes del sexo biológico”.
[10] He analizado con detalle esta cuestión en Burgos, J.M., Repensar la naturaleza humana, Eiunsa, Pamplona, 2007.
[11] “Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua –pues decimos que éstas y otras cosas semejantes son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tiene en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio” (Aristóteles, Física, II 192 b, 1-19, traducción de De Echandía, G.R., Gredos, Madrid).
[12] “El concepto de naturaleza puede perder su connotación material, y extenderse así a todo ente. Desde esta perspectiva, naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones” (Artigas, M., Sanguineti, J.J., Filosofía de la naturaleza (3ª ed.), Eunsa, Pamplona, 1993, págs. 118-119).
[13] Ortega y Gasset, J., Renan, Obras Completas, I, Alianza, Madrid, pág. 459. Sobre el concepto de naturaleza en Ortega vid. Massa, F.J., El concepto de naturaleza en Ortega y Gasset, EditEuro Universitaria, Barcelona, 1966.
[14] El rechazo de este culturalismo ha llevado a algunos, por contraposición, a afirmar la existencia de una naturaleza humana concreta, pero que sería mero producto de la evolución y se identificaría con los aspectos biológicos. Cfr. Pinker, S., La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona, 2003.
[15] En ocasiones, el rechazo radical del concepto de naturaleza se debe a un no siempre explicitado fondo ideológico: “el existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios que pueda concebirla”. Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, Edhasa, Barcelona, 1989, págs. 16-17. La cuestión ha sido denunciada por Wojtyla, K., “La persona humana y el derecho natural”, en Mi visión del hombre (4ª ed.), Palabra, Madrid, 2003.
[16] El mismo S. Tomás se plantea directamente esta cuestión en S. Th., I-II, q. 10, a. 1: “Si la voluntad se mueve naturalmente hacia algo”. Su respuesta es la siguiente: “la voluntad se divide contra la naturaleza como una causa contra otra: en efecto, unas cosas suceden naturalmente y otras voluntariamente. Pues el modo de causar propio de la voluntad, que es dueña de su acto, es distinto del modo que corresponde a la naturaleza, que está determinada ad unum. Pero como la voluntad se fundamenta en una naturaleza, es necesario que participe, de algún modo, del movimiento propio de la naturaleza, así como de lo propio de la causa anterior participa la posterior. Porque en cada cosa el ser mismo, que es por naturaleza, es anterior al querer, que es por voluntad. Por eso la voluntad naturalmente quiere algo”. Un análisis de la validez de esta repuesta se puede encontrar en Burgos, J. M., Repensar la naturaleza humana, op. cit.
[17] Existe una tercera posibilidad que aquí no analizamos. Cfr. Burgos, J.M., “Tres propuestas para un concepto personalista de naturaleza humana”, Veritas, 21, 2009, págs. 245-265.
[18] Mounier, E., El personalismo, ACC, Madrid, 1997, pág. 26.
[19] Es, por ejemplo, la postura de Wojtyla, K., en Persona y acción, Palabra, Madrid, 2011 (ed. de J.M. Burgos y R. Mora).
[20] Cfr. Burgos, J.M., “¿Es útil el concepto de naturaleza en el debate cultural?”,Scio, 3, 2008, págs. 69-87.
[21] Cfr. Wojtyla, K., Amor y responsabilidad (3ª ed.), Palabra, Madrid, 2011. Es particularmente interesante para lo que nos ocupa la distinción entre instinto e impulso sexual.
[22] Cfr. Marías, J., Antropología metafísica, Alianza Editorial, Madrid, 1987, págs. 120 y ss.
[23] Cfr. Mollinedo, K., El diagrama de la persona según Burgos y su aplicación en la psicoterapia, Instituto de Ciencias de la Familia de la Universidad Galileo, Guatemala, 2008.
[24] Esta es, por ejemplo, la caracterización que desarrolló Talcott Parsons en sus estudios sobre la familia americana de los años 50. Cfr. Parsons, T., Bales, R.F., Family, Socialization and Interaction Process, Free Press, Glencoe, 1955.
[25] Julián Marías ha realizado un notable intento de caracterización de lo específico femenino y lo específico masculino. Ver, por ejemplo Marías, J., Antropología metafísica, especialmente los capítulos 17-21 y también La mujer y su sombra. Más recientemente, Di Nicola ha presentado una caracterización muy interesante de lo femenino y lo masculino como actitudes diversas ante los mismos problemas, situaciones o dificultades. Ver Di Nicola, G.P., “Yo masculino, yo femenino”, en Burgos, J.M. (ed.), El giro personalista: del qué al quién, Mounier, Salamanca, 2011.
[26] Cfr. Marías, J., La mujer en el siglo XX, Alianza, Madrid, 1997.
[27] Louann Brizendine, por ejemplo, afirma que, aunque el 99% del código genético de hombres y mujeres es idéntico, “esa diferencia influye en cualquier pequeña célula de nuestro cuerpo, desde los nervios que registran placer y sufrimientos, hasta las neuronas que trasmiten percepción, pensamiento, sentimientos y emociones” (Brizendine, L., El cerebro femenino, RBA Editores, Barcelona, 2006). En la misma línea, Rubia, F.J., El sexo del cerebro, Temas de Hoy, Madrid, 2007 y LópezMoratalla, N., Cerebro de mujer y cerebro de varón, Rialp, Madrid, 2007.
[28] En este punto, el personalismo se acerca al denominado feminismo cultural o feminismo de la diferencia que mantiene que hay algo específicamente masculino y femenino que se mantiene a pesar de los cambios culturales. Un interesante análisis en esta perspectiva es el de Lipovetsky, La tercera mujer, Anagrama, Barcelona, 1999. Algunas versiones de este feminismo adoptan, sin embargo, un maniqueísmo que identifica lo femenino con lo bueno y lo masculino con lo malo. La ideología de género, por su parte, las ha tachado despectivamente de esencialistas por oponerse a su visión culturalista. Pero la existencia no solo de los sexos, sino de la diversidad varón-mujer es un hecho demasiado evidente como para que pueda desaparecer por la mera obstinación de una ideología. Cfr. Osborne, R., “Debates en torno al feminismo cultural”, en Amorós, C., De Miguel, A., Teoría feminista: De la ilustración a la globalización, Minerva Ediciones, Madrid, 2005.
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