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miércoles, 30 de enero de 2019
domingo, 27 de enero de 2019
Clericalismo y teología de la libertad
- Escrito por Ángel Rodríguez Luño Profesor ordinario de Teología Moral Fundamental. Vicerrector de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

Dejar espacio a la conciencia de los fieles, sin pretender sustituirla, y ayudarles al mismo tiempo en la formación de la conciencia, es una tarea apasionante y posible
Esta reflexión nace de la crítica que el Papa Francisco ha dirigido al clericalismo, una mentalidad y una actitud viciada que es causa de no pocos males. Francisco se ha referido a esa mentalidad deformada en varias ocasiones y en diferentes contextos, algunos de ellos bien tristes, como es el de la Carta al Pueblo de Dios del 20 de agosto de 2018. No se tratará aquí de estos problemas, ni se pretende hacer una exégesis de las palabras del Papa. Estas han sido solo la ocasión para reflexionar sobre un problema más amplio del que el clericalismo es solo una parte. A mi modo de ver, la raíz más profunda del clericalismo −y de otros fenómenos relacionados o asemejables a él− es la incomprensión del valor de la libertad o, quizá, la subordinación de su valor a otros que parecen más importantes o más urgentes, como pueden ser, por ejemplo, la seguridad y la igualdad. El fenómeno no se da solamente, y tal vez ni siquiera principalmente, en ámbito eclesiástico, sino que tiene múltiples manifestaciones en la esfera civil.
La libertad es una realidad difícil de comprender, que tiene no pocos aspectos de misterio. Dos cuestiones de importancia fundamental son particularmente complejas: la libertad de la creación y la creación de la libertad; es decir, que el acto creador de Dios sea enteramente libre y que sea posible crear una verdadera libertad. Aquí voy a ocuparme solo de la segunda cuestión.
Dios creó libre al ser humano
No es fácil comprender de qué modo Dios puede crear una auténtica libertad. La Iglesia lo ha enseñado incansablemente. Así, por ejemplo, la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, afirma que “la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección” (n. 17).
Sin embargo, muchos piensan que, enmarcada en los planes generales de la providencia y del gobierno divinos, son muy pocas las cosas que realmente dependen de la libertad humana. A fin de cuentas, como se suele decir, Dios es capaz de escribir derecho con renglones torcidos. Esto es, aunque los hombres obren mal, Dios consigue arreglarlo todo y que el resultado sea bueno. Por otra parte, desde el punto de vista teórico no es fácil concebir como definitivo un poder de elección y de acción que es causado o donado por otro. Los debates sobre el concurso divino y la predestinación, así como la famosa controversia de auxiliis, son un suficiente botón de muestra. Desde una perspectiva filosófica diferente, esa misma dificultad hizo pensar a Kant que la autonomía humana es incompatible con cualquier tipo de presencia de Dios y de su ley en el comportamiento moral humano. En mi opinión, la teología cristiana de la creación debería llevar a ver las cosas de otra manera. Al crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, Dios realiza el designio de poner frente a sí verdaderos interlocutores, capaces de participar de la bondad y de la plenitud divinas. Para eso era necesario que fueran realmente libres, esto es, capaces de reconocer y afirmar de modo autónomo el bien porque es bueno (lo cual comporta inevitablemente la posibilidad de negar lo bueno y afirmar lo malo). Para obedecer forzosamente y con toda exactitud las leyes cósmicas que manifiestan la grandeza y la potencia de Dios ya están los astros del cielo; solo con la libertad aparecen la imagen y semejanza divinas, cuyo valor es muy superior al de las fuerzas del universo.
En efecto, la libre adhesión del hombre a Dios vale más que el cielo estrellado. Hasta tal punto es así, que Dios prefiere aceptar el riesgo de que el hombre use mal la libertad, antes que privarle de ella. Ciertamente, la supresión de la libertad evitaría la posibilidad del mal (y, con él, todo sufrimiento); sin embargo, también haría imposible el bien más valioso, el único que refleja de verdad la bondad divina. Por eso, Dios asume la libertad humana con todos sus riesgos. La literatura sapiencial del Antiguo Testamento lo expresó con gran belleza: “Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará” (Eclesiástico 15, 14-17). El hombre es libre de preferir la vida o la muerte, pero lo que prefiera se le dará.
Libres, con todas las consecuencias
Porque Dios crea una verdadera libertad y asume sus riesgos, no consta que haya querido dar al hombre una red de seguridad −como la que protege a los equilibristas en el circo− para neutralizar las graves consecuencias de su posible mal uso. Es cierto que Dios nos cuida con su providencia, pero lo hace concediéndonos una participación activa en ella. Con nuestra inteligencia somos capaces de conocer cada vez mejor la realidad en que vivimos y de distinguir lo que nos hace bien de lo que nos hace mal. A la libertad está unida la capacidad y la obligación para cada uno de proveer por sí mismo, y nuestra provisión es respetada.
Para ser más exactos −y por lo que se refiere sobre todo a la culpa moral y no tanto a las penalidades que tienen su origen en ella−, la misericordia de Dios nos ha dado una cierta red de seguridad: la Redención. De hecho, la modalidad dolorosísima en que se llevó a cabo, mediante la sangre de Cristo (cfr. Efesios 1, 7-8), deja bien claro que no es sencillamente un “borrón y cuenta nueva”. Al contrario, el Creador se toma radicalmente en serio la libertad del hombre. No se trata de un juego, y por ello Dios no impide el despliegue de las consecuencias que tienen nuestras acciones en su conexión con las de los demás y con las leyes que rigen el mundo material, el equilibrio psíquico y moral, y el orden social y económico. Es verdad que la benevolencia y la gracia de Dios nos ayudan, pero presuponen la libre decisión humana de colaborar con ellas. Como se lee en la Carta a los Romanos: “Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios”(Romanos 8, 28).
Por más que desde el punto de vista teórico sea difícil comprenderlo, la libertad humana representa un punto verdaderamente absoluto, enmarcado en un contexto relativo y dependiente de Dios. A mi libertad se debe que no existan algunas cosas, que podrían haber existido si yo hubiera tomado otra decisión. Y a mi libertad se debe también que existan algunas cosas que podrían no haber existido, si mi decisión hubiese sido diferente.
Tampoco la natural sociabilidad del hombre puede servir como coartada para oscurecer el valor de la libertad. La sociedad humana es sociedad de seres libres. Por lo que se refiere a la solidaridad, la teología de la creación subraya que todos los hombres son iguales ante Dios. Son igualmente hijos suyos, y por eso hermanos entre sí. De modo particular en el Nuevo Testamento, la solidaridad es reforzada y sobrepasada por la caridad, que constituye el núcleo del mensaje moral de Cristo. Ahora bien, es preciso hacer dos observaciones para mostrar que la interpretación de la solidaridad y de la caridad no puede ir en detrimento de la libertad y de la responsabilidad, que comporta la obligación de proveer por sí mismo a no ser que circunstancias como la enfermedad, la vejez, etc. lo impidan. La primera es que la caridad hacia los que padecen necesidad no se puede entender como licencia para que, voluntariamente, unos vivan a costa de otros. San Pablo lo dice en términos inequívocos: “Pues también cuando estábamos con vosotros os dábamos esta norma: si alguno no quiere trabajar, que no coma. […] Ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo a que coman su propio pan trabajando con sosiego” (2 Tesalonicenses 3, 10.12).
La segunda es que la caridad cristiana presupone las enseñanzas de Cristo sobre la distinción entre el orden político y el orden religioso: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (cfr. Mateo 22, 21). Una con- fusión en este campo impediría la existencia de la caridad que, por su misma esencia, es un acto libre. La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro contiene una dura condena de quienes hacen un uso egoísta e insolidario de sus bienes, incumpliendo su grave obligación de ayudar a quien padece necesidad. Sin embargo, no dice −ni sugiere− que se deba emplear la fuerza coercitiva del Estado para privar de sus bienes a los afortunados, de modo que después la pública autoridad pueda redistribuirlos. Cristo enseña, en definitiva, que debemos querer ayudar voluntariamente a quien lo necesita. En ningún pasaje del Nuevo Testamento se autoriza la supresión violenta de la legítima libertad en orden a la solidaridad o a la caridad.
El clericalismo
Llegamos así a la cuestión que abría estas páginas. El diccionario de la Real Academia Española conoce tres acepciones de la palabra “clericalismo”: 1) influencia excesiva del clero en los asuntos políticos; 2) intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos a los demás miembros del pueblo de Dios; 3) marcada afección y sumisión al clero y a sus directrices. Estas acepciones dan una idea suficiente del fenómeno, pero necesitarían una actualización. No parece que hoy en día el clero pueda influir excesivamente en los asuntos políticos. Ni siquiera lo desea, entre otras cosas porque esos asuntos han asumido una complejidad demasiado grande y pesada para los que no son políticos de profesión.
Más significativa es, en cambio, la palabra con la que se califica la intervención clerical: se trata de intervenciones “excesivas”. Y el exceso no es esencialmente cuestión de cantidad o amplitud, sino de dirección. El clericalismo es excesivo porque es iliberal: invade y anula la legítima libertad de otras personas o instituciones, en la esfera civil o en la eclesiástica. Así, en lugar de hacer posible el ejercicio de la libertad personal, pretende dirigirla de modo casi forzado hacia lo que se considera -quizá por buenos motivos- mejor, más verdadero y deseable. Por eso he dicho al principio que, a mi juicio, el clericalismo presupone una comprensión deficiente de la teología de la libertad (de su valor a los ojos de Dios), y por consiguiente de la teología de la creación.
Si he de ser justo, debo aclarar que en mis más de 40 años de sacerdocio he visto pocas veces la mentalidad clerical entre los sacerdotes que, a causa de sus encargos pastorales, están en estrecho contacto con los fieles. Más fácil es encontrarla entre los que por una razón o por otra viven entre libros o entre papeles, y tienen pocas ocasiones de apreciar la competencia humana y la sabiduría cristiana de la que muchas veces dan muestra los fieles laicos. A continuación voy a referirme a unos pocos aspectos del clericalismo; un tratamiento completo del tema requeriría, como es lógico, mucho más espacio.
Algunas expresiones de clericalismo
La primera expresión, que ha aparecido ya en estas páginas, es la escasa valoración de la libertad humana. Puede que se considere un bien, un don de Dios, pero desde luego no sería el más importante. En su relación al bien, la libertad contiene una paradoja: sin bien, la libertad es vacía o incluso nociva; sin libertad no es posible un bien humano. La mentalidad clerical siempre inclina la balanza en favor del bien, y en casos extremos se muestra disponible a sacrificar la libertad sobre el altar del bien. De este modo parece olvidar que la lógica de Dios es diferente, pues Él no ha querido suprimir nuestra libertad para evitar su mal uso. Se tiende a ver la libertad como un problema, cuando en realidad es el presupuesto que permite resolver bien cualquier conflicto.
A la infravaloración de la libertad sigue una subestimación del pecado. Y esto, no a causa de la creencia en la compasión divina (que gracias a Dios es muy grande, y a ella se acoge quien escribe estas páginas), sino porque no se advierte que el respeto que Dios nos tiene no le permite tratarnos como a chiquillos inconscientes. Si así fuera, los hombres ofenderían, matarían, destruirían… pero luego vendría el padre a arreglar lo destruido, y el juego terminaría bien para todos, tanto para las víctimas como para los criminales. El Nuevo Testamento no nos permite pensar así. Basta leer el pasaje del capítulo 25 de san Mateo sobre el juicio final. Precisamente porque nos ha creado verdaderamente libres, Dios no nos trata ni como a niños, ni como a marionetas irresponsables. La actitud que criticamos nada tiene que ver con el “camino de infancia espiritual” del que hablan santos como Teresa de Lisieux o Josemaría Escrivá, y que se coloca en el contexto muy diferente de la teología espiritual. Este “camino” nada tiene de blandenguería ni de superficial irresponsabilidad, y es perfectamente compatible −como demuestra la vida de estos dos santos− con una afirmación radical de la libertad humana.
En tercer lugar, la infravaloración de la libertad se da también en la esfera civil. Para algunos, los ciudadanos serían pobres incapaces a los que el Estado habría de dar una protección universal, lo más amplia posible, sin preguntarles siquiera si la necesitan o la desean. Con esa protección, aparentemente se da gratuitamentealgo, pero en realidad tiene unos altísimos costes, tanto económicos como, sobre todo, antropológicos. Al Estado omnipresente e invasivo lo describe Tocqueville como “un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar los goces de los ciudadanos y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar […]. De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo” (La democracia en América, III, IV, 6). No es una imagen del pasado. Incluso hoy es muy frecuente que los partidos pretendan realizar los propios ideales políticos pisoteando la libertad de los que piensan de modo diferente, a los que a veces se llega incluso a querer eliminar. El respeto de la libertad del adversario político es una piedra preciosa que raramente encontramos en el panorama actual.
El último punto que voy a tratar se refiere a la idea de que, en virtud de nuestras buenas intenciones, Dios va a detener las consecuencias de los procesos naturales que libremente ponemos en marcha. Algo así como si la caridad pudiera ahorrarnos el conocimiento de las leyes y valores de las cosas creadas −y, en particular, de la sociedad humana−, a los que el Concilio Vaticano II se refirió con la expresión “justa autonomía de las realidades terrenas”. Según Gaudium et spes: “Por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (n. 36). La mentalidad clerical, en cambio, habla de las cosas terrenas sin conocer bien su génesis, su consistencia y su desarrollo; aplica a esas realidades unos principios que corresponden a otros ámbitos de la realidad y, así, propone medidas que acaban produciendo lo contrario de lo que se pretendía. Un ejemplo de esto último se observa cuando se pasa del plano religioso al plano político −y de este a aquel− con una facilidad asombrosa. Problemas políticos o económicos se intentan resolver sin tener en cuenta principios básicos del quehacer político o de la realidad económica, violentando así la realidad de las cosas.
A esto se añade la tendencia a explicar todo solo por sus causas últimas. Si se abre un libro de historia universal, veremos que han existido numerosas guerras. Afirmando que todas ellas tienen su causa en la malicia humana o en el pecado original, se dice algo verdadero, pero que, por explicar todo, acaba no explicando nada (al menos, si tenemos interés por comprender lo que sucedió y por prevenir conflictos futuros). Por una razón semejante se incurre en un lenguaje hecho de palabras de significado vago, como por ejemplo “la dignidad humana”, que establecen consensos vacíos. Por seguir con el ejemplo de la dignidad, se da el caso de que todos la defienden, pero los distintos sujetos (o grupos) lo hacen para defender comportamientos que resultan contradictorios entre sí. De este modo se puede llegar a un acuerdo nominal sobre la dignidad, pero se trata en definitiva de un falso consenso entre personas que, en realidad, no están de acuerdo en casi nada. El resultado de esto es que, al final, el discurso público queda reducido a pura retórica.
No he querido señalar más que algunas consecuencias del clericalismo. Las suficientes para comprender que es precisa una seria reflexión sobre estos problemas. Esta redundará en bien de todos, y en primer lugar de la Iglesia. En efecto, la reivindicación de la libertad, en la que se refleja la imagen de Dios en el hombre, no puede significar sino un empuje para el Pueblo de Dios y para todos los que formamos parte de él. Afortunadamente, se dan ahora un conjunto de circunstancias que nos permiten esperar que una reflexión de ese tipo se va a llevar a cabo.
miércoles, 23 de enero de 2019
¿Un Dios que deja hacer? El mal y el dolor
- Escrito por Antonio Ducay
¿Por qué existe el mal? ¿Qué sentido tiene el dolor? ¿Por qué Dios permite el mal? Estas son las preguntas que toda persona se hace en algún momento de la vida. Hacen referencia a uno de los grandes misterios del hombre
La existencia del mal en el mundo, especialmente en sus formas más agudas y difíciles de entender, es una de las causas más frecuentes del abandono de la fe. Ante sucesos que parecen claramente injustos y sin sentido y frente a los que nos sentimos impotentes, surge de modo natural la pregunta de cómo puede Dios permitirlo. ¿Por qué el Señor, que es bueno, que es omnipotente, deja que ocurran males semejantes? ¿Por qué personas sencillas, que acarrean ya mucho peso en la vida, deben cargar con el drama de una tragedia imprevista, como un desastre natural? ¿Por qué Dios no interviene? Son preguntas que no dirigimos al mundo, ni tampoco a nuestros semejantes, sino a Dios, porque confesamos que Él es el Creador y el Señor del mundo[1].
Estas cuestiones, en cierta manera, desbordan los confines de la Revelación y penetran en el misterio de Dios mismo; al fin y al cabo, nada hay en la creación que escape a la sabiduría y a la voluntad de Dios. Del mismo modo que no podemos abarcar la infinita bondad de Dios, tampoco podemos sondear completamente sus proyectos. Por eso, muchas veces, la mejor actitud ante el mal y el dolor es la del abandono confiado en Dios, que siempre “sabe más” y “puede más”.
Pero es también natural que tratemos de iluminar el oscuro misterio del mal, de modo que la fe no se apague por la experiencia de la vida, sino que, precisamente en esos momentos, siga siendo luz clara en nuestro camino, «lámpara para mis pasos» (Sal 119,105).
El mal procede de la libertad creada
Dios no ha creado un mundo cerrado, al que sólo tenga acceso Él, ni tampoco ha hecho el mundo perfecto. Lo ha hecho abierto a muchas posibilidades y perfectible, y ha creado a los hombres y a las mujeres para que lo habiten y lo completen con su ingenio. Nos ha hecho inteligentes y libres y nos ha dado espacio para desarrollar esos talentos. En ese sentido Dios, al llamarnos a la existencia, nos pone a prueba: nos encarga la tarea de hacer el bien según nuestras posibilidades. Y eso es, con frecuencia, una tarea fatigosa. «Negociad hasta que vuelva» (Lc 19,13): como en la conocida parábola de Jesús, los talentos no se pueden enterrar o esconder: la vida de cada uno está llamado a hacer fructificar su vida, a desarrollar lo que recibimos. Pero a menudo no lo hacemos, o incluso hacemos todo lo contrario, nos proponemos voluntariamente cosas malas y las llevamos a cabo: somos, muchas veces, culpables.
La humanidad lo fue desde el principio, desde aquel acto que fue cabeza de los demás males. Todo lo que hay de mal en el mundo gira en torno a esto: al mal uso de la libertad, a la capacidad que tenemos de destruir las obras de Dios: en nosotros mismos, en los demás, en la naturaleza. Cuando lo hacemos nos privamos de Dios, se oscurece nuestro corazón, e incluso podemos hacer que nuestra vida o la de otros se conviertan en un infierno. Este es el verdadero mal, el que más hemos de temer: el pecado. De él provienen los otros males de un modo o de otro.
El sufrimiento como prueba o purificación
Pero entonces ¿el mal es siempre el fruto directo de la culpa? Primero hay que aclarar qué es el mal. En sí mismo no es más que la otra cara del bien, la cara que la realidad muestra cuando el bien falta, cuando lo que debería ser no es y lo que tendría que estar presente no lo está. El mal es privación, no tiene entidad positiva, es negatividad, y necesita agarrarse al bien para existir[2]. Sufrimos cuando experimentamos esa ausencia de lo bueno. Desde luego, la culpa, nuestra o de los demás, produce siempre un daño; sin embargo, no siempre que sufrimos un daño lo sufrimos por haber sido culpables.
En la Sagrada Escritura el libro de Job trata con profundidad este problema. Los amigos de Job quieren persuadirlo de que las desgracias que el Señor le ha enviado son consecuencia de sus pecados, de su injusticia. Aunque no pocas veces sea así, porque los delitos merecen un castigo −algo lógico según el orden humano y también según el divino−, el caso de Job nos muestra que también los justos y los inocentes sufren. Refiriéndose a este libro sagrado san Juan Pablo II escribió: «Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y que tenga carácter de castigo»[3]. De hecho, para Job su sufrimiento supuso una prueba para su fe, de la que salió fortificado. En ocasiones Dios nos prueba, pero siempre nos da su gracia para vencer y busca el modo de que podamos crecer en el amor, que es el sentido último del bien.
Otras veces el sufrimiento tiene un sentido de purificación. Así sucedió con Israel en el tiempo de Moisés, cuando el pueblo era voluble y caprichoso. Dios lo purificó con un largo viaje a través del desierto, y así lo fue formando hasta que fue capaz de entrar en la tierra prometida y reconocer la fidelidad de Dios a su palabra. Con frecuencia, el sufrimiento adquiere −en la Providencia divina− un valor semejante, purificador. Existen personas que, enfrascadas en el ajetreo de la vida, no se plantean las preguntas decisivas hasta que una enfermedad, o un revés económico o familiar, les lleva a interrogarse más a fondo. Y es frecuente que se opere un cambio, una conversión, o una mejora, o una apertura a la necesidad del prójimo. Entonces el sufrimiento es también pedagogía de Dios, que quiere que el hombre no se pierda, que no se disipe en las delicias del camino o entre los afanes mundanos. Por tanto, aunque hay una medida de mal en la vida de cada uno con la que cuenta la Providencia divina, ese mal se revela en último término servicio al bien del hombre.
El sufrimiento en la naturaleza
En esta luz adquiere también un cierto sentido el sufrimiento natural, ese que está presente y como inscrito en nuestro entorno creado: la fatiga del crecimiento para saber más y progresar, la caducidad de los seres, que envejecen y mueren, la falta de armonización en los fenómenos naturales (que se imponen como destruyendo el orden de la creación). Sufrimientos que no podemos evitar, que no dominamos ni controlamos, que están ahí, inscritos en la naturaleza.
En ocasiones se trata de males necesarios para que puedan subsistir otros bienes. Santo Tomás pone el ejemplo del león que no podría conservar su vida si no diera caza al asno o a algún otro animal[4]. Pero, con frecuencia, se nos ocultan los bienes que puedan tener relación con los sucesos trágicos de la naturaleza. No es fácil entender por qué Dios los permita, ni por qué ha creado un universo donde está implicada la destrucción y que, a veces, no parece estar regido por la Bondad y el Amor. Una posible luz viene del hecho de considerar que, en general, la destrucción originada por los fenómenos naturales, tiene que ver, según el designio creador, con nuestra libertad y con la capacidad que tenemos de rechazar a Dios.
El hábitat en que vivimos y que tantas veces nos maravilla con su belleza −el mundo físico− puede también convertirse en un lugar horrible, de modo semejante a como nuestro corazón, hecho para amar a Dios y tener el Cielo dentro, puede también llegar a ser un lugar triste y oscuro: si se abandona, si se deja llevar por las semillas que planta el diablo. De modo que, cuando contemplamos una naturaleza desatada que causa destrucción sin miramientos ni atisbos de justicia, hemos de pensar que el Señor nos presenta allí la figura de un mundo en el que no puede reinar y de un corazón que rechaza el amor y la justicia. La profunda relación entre la Creación y el hombre, que fue puesto como cabeza para que la custodiase (cfr. Gén 2,15), se muestra también en ese desorden.
Los hombres y también «la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22), porque participa del proyecto creador y redentor de Dios. Ella también «tiene la esperanza de ser liberada de la corrupción» y «participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
El sufrimiento redentor
Pero sin duda lo que ilumina de modo más importante el sentido del mal es la Cruz de Jesús. Y junto a la Cruz, la Resurrección. Su Cruz nos indica que el sufrimiento puede ser el signo y la prueba del amor. Más aún que puede ser la vía de la destrucción de pecado. Porque en la Cruz de Jesús el amor de Dios lavó los pecados del mundo. El pecado no resiste, no puede resistir, al amor que se abaja y se humilla por el bien del pecador. Como expresa un famoso personaje creado por Dostoievski, «la humildad del amor es una terrible fuerza, la más fuerte de todas, a la cual no hay nada que se asemeje»[5].
En la Cruz, el sufrimiento de Jesús es redentor porque su amor al Padre y a los hombres no retrocede ante el rechazo y la injusticia humanas. Él dio su vida por los pecadores, los sirvió con su entrega total, y así su Cruz se convirtió en fuente de vida para ellos.
También nuestros sufrimientos pueden ser redentores, cuando son fruto del amor o se transforman por el amor. Entonces participan de la Cruz de Cristo. Como enseñaba san Josemaría, el sufrimiento es fuente de vida: de vida interior y de gracia para uno mismo y para los demás[6]. En realidad, no es el sufrimiento en cuanto tal lo que redime, sino la caridad presente en él.
Ya en lo humano el amor tiene capacidad de modelar la vida: la madre que no escatima esfuerzos por la felicidad de sus hijos, el hermano que se sacrifica por el hermano necesitado, el soldado que se juega la vida por su pelotón. Son ejemplos que perviven en la memoria y honran a sus protagonistas. Cuando ese amor está motivado y fundado en la fe, entonces, además de ser algo hermoso, es también divino: participa de la Cruz y es canal de la gracia que proviene de Cristo. Allí el mal se transforma en bien, mediante la acción del Espíritu Santo, don que procede de la Cruz de Jesús.
La última carta
Pero a todo lo que se ha dicho hasta ahora para intentar explicar el sentido del mal se podría añadir una consideración conclusiva. Y es que, aunque el mal está presente en la vida del hombre sobre la tierra, Dios tiene siempre en su mano una última carta, es siempre el último jugador por lo que se refiere a la vida de cada uno. Dios nos quiere, nos aprecia, y por eso se reserva la última carta, que es la esperanza del mundo: su amor creador omnipotente. El amor que se manifiesta también en la resurrección de Jesucristo.
Pues por grandes e incomprensibles que lleguen a ser los dramas de la vida, mucho mayor es el poder creador y re-creador de Dios. La vida es tiempo de prueba y, cuando se acaba, empieza lo definitivo. Este mundo es pasajero. Sucede con él como con el ensayo de un concierto: quizá alguien se olvidó el instrumento y otro no se aprendió bien la partitura y un tercero está desafinando. Para eso están los ensayos. Es el tiempo de ajustar, de armonizar instrumentos, de adaptarse al director de la orquesta. Luego, al fin, llega el gran día, cuando todo está ya listo, y el concierto tiene lugar en una sala fastuosa, en medio del alborozo y de la emoción general.
La vida de Cristo no muestra sólo el amor de Dios sino también su poder, el poder de devolver con creces todo aquello que no correspondió a la justicia, todo aquello en lo que pareció que Dios no estaba presente, allí donde le dejó hacer al mal y al dolor más allá de lo que llegamos entonces a comprender. Jesús experimentó también su momento de abandono (cfr. Mc 15,34), lo sufrió con amor, y a la Cruz le siguió una eterna gloria. El último libro de la Escritura, el Apocalipsis, nos habla de un Dios que «enjugará toda lágrima» (Ap 21,4) porque Él hace nuevas todas las cosas (cfr. Ap 21,5) y será fuente de una felicidad sobreabundante.
¿Cómo ayudar a los que sufren?
En muchas ocasiones, ante el dolor ajeno nos sentimos impotentes y solamente podemos hacer lo mismo que el buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37): ofrecer cariño, escuchar, acompañar, estar al lado; es decir, no pasar de largo. Algunas obras de arte retratan al buen samaritano y al hombre asaltado con el mismo rostro. Y puede interpretarse como que Cristo cura y, a la vez, es curado. Cada uno de nosotros somos, o podemos ser, el buen samaritano que cura las heridas de otro, y en ese momento somos Cristo. Pero a veces también necesitamos que nos curen porque algo nos ha herido −una mala cara, una mala contestación, un amigo que nos ha dejado− y somos curados por un buen samaritano, que puede ser el mismo Cristo cuando acudimos a Él en la oración, o una persona cercana que se convierte en Cristo cuando nos escucha. Y nosotros somos Cristo para los demás, porque cada uno de nosotros somos imagen y semejanza de Dios.
El sufrimiento permanece siempre como un misterio, pero un misterio que por la acción salvadora de Nuestro Señor nos puede abrir hacia los demás: «En todas partes hay chicos abandonados o porque los abandonaron cuando nacieron o porque la vida los abandonó, la familia, los padres y no sienten el afecto de la familia. ¿Cómo salir de esa experiencia negativa de abandono, de lejanía de amor? Hay un sólo remedio para salir de esas experiencias: hacer aquello que yo no recibí. Si tu no recibiste comprensión, sé comprensivo con los demás. Si no recibiste amor, ama a los demás. Si sentiste el dolor de la soledad, acércate a aquellos que están solos. La carne se cura con la carne y Dios se hizo carne para curarnos a nosotros. Hagamos lo mismo nosotros con los demás»[7].
Muchas personas han sentido la caricia de Dios justamente en los momentos más difíciles: los leprosos acariciados por santa Teresa de Calcuta, los tuberculosos a los que confortaba material y espiritualmente san Josemaría o los moribundos tratados con respeto y amor por san Camilo de Lelis. Esto también nos dice algo sobre el misterio del dolor en la existencia humana: son momentos en que la dimensión espiritual de la persona puede desplegarse con fuerza si se deja abrazar por la gracia del Señor, dignificando hasta las situaciones más extremas.
Antonio Ducay
Fuente: opusdei.org.
[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, n. 9.
[2] Cfr. J. Ratzinger, Dios y el mundo, Creer y vivir en nuestra época, Barcelona 2005, p. 120.
[3] Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, n. 11.
[4] Cfr. San Tommaso d’Aquino, Summa Theologiae, I, q. 48, a. 2 ad 3.
[5] Los hermanos Karamazov, Colihue, Buenos Aires 2006, p. 447.
[6] Cfr. S. Josemaría, Via Crucis, Estación XII.
[7] Papa Francisco, Discurso en el estadio Kerasani de Nairobi, 27-XI-2015.
La favorita
The Favourite
- Histórico Biográfico Drama
- Público apropiado: Adultos
- Valoración moral: Con inconvenientes
- Año: 2018
- Países: EE.UU., Irlanda, Reino Unido
- Dirección: Yorgos Lanthimos
Contenidos: Imágenes (varias X)
- Dirección: Yorgos Lanthimos
- Intérpretes: Olivia Colman, Emma Stone, Rachel Weisz, Nicholas Hoult, Joe Alwyn, Mark Gatiss, Jenny Rainsford, James Smith
- Guión: Deborah Davis, Tony McNamara
- Fotografía: Robbie Ryan
- Distribuye en cine: Fox
Reseña:
Principios del siglo XVIII. Inglaterra está en guerra con Francia. Aun así, las carreras de patos y el gusto por la piña florecen con esplendor. La delicada Reina Ana (Olivia Colman) ocupa el trono y su amiga íntima Lady Sarah (Rachel Weisz) gobierna el país en su lugar mientras se ocupa de la frágil salud de Ana y su volátil temperamento. Cuando la nueva sirvienta Abigail (Emma Stone) aparece en escena, su carisma se gana la simpatía de Sarah.
Sarah convierte a Abigail en su protegida y ella ve la oportunidad de regresar a sus raíces aristocráticas. Mientras los asuntos de la guerra consumen el tiempo de Sarah, Abigail ocupa su lugar para llenar el vacío que ha dejado como acompañante de la Reina. Su creciente amistad le da la oportunidad de llevar a cabo sus ambiciones y no permitirá que ninguna mujer, hombre, político o conejo se interponga en su camino.
La cinta muestra la típica corte europea del siglo XVIII, en donde la elegancia manierista de cada estancia del palacio, con sus muebles suntuosos, sus coloridas telas, está en connivencia con el falso formalismo de las personas y una amplia galería de bajezas humanas. La gente de la corte se mueve por intereses exclusivos, conspiran y trapichean como mejor pueden para obtener el rédito deseado. Si para ello han de engañar, seducir, envenenar y confabularse con otros interesados, bienvenido sea. Servil apariencia exterior y podredumbre interior.
Película esencialmente femenina, están magníficamente perfiladas las tres protagonistas. Se muestra con credibilidad la evolución de sus intereses, así como la agudizada vulnerabilidad y soledad de la monarca, triste marioneta al vaivén de las mentes manipuladoras de sus compañeras, también en el plano político. Las interpretaciones son muy buenas.
martes, 22 de enero de 2019
“Hablemos del aborto”
Título de un libro de reciente aparición. Alejandro Navas, Eunsa, 2019
El itinerario seguido mayormente por el aborto en Occidente reza, más o menos, así: primero era un rechazo horrorizado, después pasó a ser un rechazo blando y sin horror, más tarde se acordó una despenalización para algunos supuestos, enseguida se legisló como un derecho, y, por último, y tras unas buenas dosis de manipulación social, se intenta la imposición obligatoria. En este libro se analiza el tipo de sociedad que da lugar a esa evolución y los argumentos esgrimidos para justificarla.
Se toma como ejemplo el caso español pero hay también referencias a otros países. La discusión en torno a asuntos como la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia o la muerte se plantea en términos muy similares en los diversos países y continentes. En un mundo globalizado los argumentos y los actores trabajan de modo coordinado. Navas muestra con claridad los distintos factores que hay detrás de esta evolución indagando cómo una sociedad puede pasar del blanco al negro en menos 50 años.
Nuestro autor sabe de lo que habla y espero que los lectores también cuando lean esta importante obra. El contenido tiene una indudable repercusión política y es de desear que los razonamientos, datos y corolarios se ventilen en los debates, quizá demasiados este año, que vamos a tener antecediendo cada campaña electoral. Porque esto está claro. Damas y caballeros: del aborto hay que hablar. La ilustración siempre es oportuna.
domingo, 20 de enero de 2019
El vicio del poder
Vice
- Biográfico Drama
- Público apropiado: Adultos
- Valoración moral: Con inconvenientes
- Año: 2018
- País: EE.UU.
- Dirección: Adam McKay
Contenidos: Diálogos (varios D)
- Dirección: Adam McKay
- Intérpretes: Christian Bale, Sam Rockwell, Amy Adams, Steve Carell, Jesse Plemons, Alison Pill, Shea Whigham, Tyler Perry, Eddie Marsan, Lily Rabe, Bill Camp, Justin Kirk, Fay Masterson, LisaGay Hamilton, Casey Sander
- Guión: Adam McKay
- Música: Nicholas Britell
- Fotografía: Greig Fraser
- Distribuye en cine: eOne
Reseña:
La historia real jamás revelada sobre cómo Dick Cheney (Christian Bale) un callado burócrata de Washington, acabó convirtiéndose en el hombre más poderoso del mundo como vicepresidente de los Estados Unidos durante el mandato de George W. Bush, con consecuencias en su país y el resto del mundo que aún se dejan sentir hoy en día.
El director repite las técnicas narrativas que tan buen resultado le dieron, de modo que tenemos un narrador inesperado con mucho corazón, por así decir, e irónicas bromas que rompen la cuarta pared con el espectador para explicar los enjuagues y tejemanejes de la política, el modo en que se engatusa a la gente de la calle y a los otros que intentan manejar el cotarro del poder. Algunos de estos recursos están usados con originalidad y talento, destilando ironía por todos los poros.
Hay además un esfuerzo por humanizar a los personajes, para tratar de entenderlos y no limitarse a una tosca caricatura. A pesar de todo no puede uno por menos de considerar que las cosas se muestran de un modo algo simplista. Pueden excusarse estos defectos por la condición satírica del film, pero como en el fondo late la intención de ser una fábula de advertencia sobre unos Estados Unidos que podrían alejarse de los principios democráticos que los constituyeron, no dejan de ser eso, defectos.
Atardecer
Napszállta / Sunset
- Drama
- Público apropiado: Jóvenes-adultos
- Valoración moral: Adecuada
- Año: 2018
- Países: Francia, Hungría
- Dirección: Laszlo Nemes
Contenidos: Imágenes (varias V)
- Dirección: Laszlo Nemes
- Intérpretes: Susanne Wuest, Vlad Ivanov, Björn Freiberg, Urs Rechn, Judit Bárdos, Levente Molnár, Juli Jakab, Sándor Zsótér, Péter Fancsikai, Balázs Czukor
- Guión: Laszlo Nemes, Clara Royer, Matthieu Taponier
- Música: László Melis
- Fotografía: Mátyás Erdély
- Distribuye en cine: Avalon
Reseña:
1913 en Budapest, el corazón de Europa. Después de pasar su infancia en un orfanato, Irisz Leiter llega a la capital húngara con 20 años y la esperanza de trabajar de sombrerera en la antigua tienda de sombreros de sus padres biológicos. Pero Oszkar, el nuevo propietario, la rechaza. A su vez, se tendrá que enfrentarse a su pasado cuando descubre un hermano que nunca supo que tenía. Su misión de encontrarlo la lleva a descubrir oscuros secretos mientras el país se prepara para el caos de la guerra.
El estilo impresionista del director, en que la escasa información se entrega de un modo casi casual a lo largo de la narración, hace que haya muchos interrogantes sin respuesta. Por ello el conjunto resulta bastante críptico.
Juli Jakab, a la que ya vimos en El hijo de Saúl, hace un gran trabajo actoral, muy meritorio porque a ella le toca sostener la narración, y lo hace muy bien, componiendo un personaje fuerte, con personalidad, pero que se encuentra solo y en tal sentido es frágil, sujeta a las embestidas de la historia.
La cinta cae en excesivo metraje, en diálogos innecesarios que no aportan al filme. La trama, que, en un inicio cautiva, poco a poco desorienta al espectador, tanto como lo está la protagonista del filme. Probablemente es esto lo que pretende el director, y a fe que lo consigue. La aventura de Irisz Leiter puede convertirse en un gran enigma, en un viaje de exploración o en el tormento inacabado e incomprendido, dependerá de las gafas con las que se mire y de quien las lleve puestas.
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