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jueves, 27 de noviembre de 2014

DISCURSO DEL PAPA EN LA SEDE DE LA FAO, EN ROMA




(20.11.2014)
Señor Presidente, 
Señoras y Señores

Con sentido de respeto y aprecio, me presento hoy aquí, en la Segunda Conferencia Internacional sobre Nutrición. Le agradezco, señor Presidente, la calurosa acogida y las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente al Director General de la FAO, el Prof. José Graziano da Silva, y a la Directora General de la OMS, la Dra. Margaret Chan, y me alegra su decisión de reunir en esta Conferencia a representantes de Estados, instituciones internacionales, organizaciones de la sociedad civil, del mundo de la agricultura y del sector privado, con el fin de estudiar juntos las formas de intervención para asegurar la nutrición, así como los cambios necesarios que se han de aportar a las estrategias actuales. La total unidad de propósitos y de obras, pero sobre todo el espíritu de hermandad, pueden ser decisivos para soluciones adecuadas. La Iglesia, como ustedes saben, siempre trata de estar atenta y solícita respecto a todo lo que se refiere al bienestar espiritual y material de las personas, ante todo de los que viven marginados y son excluidos, para que se garanticen su seguridad y su dignidad.

1. Los destinos de cada nación están más que nunca enlazados entre sí, al igual que los miembros de una misma familia, que dependen los unos de los otros. Pero vivimos en una época en la que las relaciones entre las naciones están demasiado a menudo dañadas por la sospecha recíproca, que a veces se convierte en formas de agresión bélica y económica, socava la amistad entre hermanos y rechaza o descarta al que ya está excluido. Lo sabe bien quien carece del pan cotidiano y de un trabajo decente. Este es el cuadro del mundo, en el que se han de reconocer los límites de planteamientos basados en la soberanía de cada uno de los Estados, entendida como absoluta, y en los intereses nacionales, condicionados frecuentemente por reducidos grupos de poder. Lo explica bien la lectura de la agenda de trabajo de ustedes para elaborar nuevas normas y mayores compromisos para nutrir al mundo. En esta perspectiva, espero que, en la formulación de dichos compromisos, los Estados se inspiren en la convicción de que el derecho a la alimentación sólo quedará garantizado si nos preocupamos por su sujeto real, es decir, la persona que sufre los efectos del hambre y la desnutrición.

Hoy día se habla mucho de derechos, olvidando con frecuencia los deberes; tal vez nos hemos preocupado demasiado poco de los que pasan hambre. Duele constatar además que la lucha contra el hambre y la desnutrición se ve obstaculizada por la «prioridad del mercado» y por la «preminencia de la ganancia», que han reducido los alimentos a una mercancía cualquiera, sujeta a especulación, incluso financiera. Y mientras se habla de nuevos derechos, el hambriento está ahí, en la esquina de la calle, y pide carta de ciudadanía, ser considerado en su condición, recibir una alimentación de base sana. Nos pide dignidad, no limosna.

2. Estos criterios no pueden permanecer en el limbo de la teoría. Las personas y los pueblos exigen que se ponga en práctica la justicia; no sólo la justicia legal, sino también la contributiva y la distributiva. Por tanto, los planes de desarrollo y la labor de las organizaciones internacionales deberían tener en cuenta el deseo, tan frecuente entre la gente común, de ver que se respetan en todas las circunstancias los derechos fundamentales de la persona humana y, en nuestro caso, la persona con hambre. Cuando eso suceda, también las intervenciones humanitarias, las operaciones urgentes de ayuda o de desarrollo – el verdadero, el integral desarrollo – tendrán mayor impulso y darán los frutos deseados. 

3. El interés por la producción, la disponibilidad de alimentos y el acceso a ellos, el cambio climático, el comercio agrícola, deben ciertamente inspirar las reglas y las medidas técnicas, pero la primera preocupación debe ser la persona misma, aquellos que carecen del alimento diario y han dejado de pensar en la vida, en las relaciones familiares y sociales, y luchan sólo por la supervivencia. El santo Papa Juan Pablo II, en la inauguración en esta sala de la Primera Conferencia sobre Nutrición, en 1992, puso en guardia a la comunidad internacional ante el riesgo de la «paradoja de la abundancia»: hay comida para todos, pero no todos pueden comer, mientras que el derroche, el descarte, el consumo excesivo y el uso de alimentos para otros fines, están ante nuestros ojos. Esta es la paradoja. Por desgracia, esta «paradoja» sigue siendo actual. Hay pocos temas sobre los que se esgrimen tantos sofismas como los que se dicen sobre el hambre; pocos asuntos tan susceptibles de ser manipulados por los datos, las estadísticas, las exigencias de seguridad nacional, la corrupción o un reclamo lastimero a la crisis económica. Este es el primer reto que se ha de superar.

El segundo reto que se debe afrontar es la falta de solidaridad, una palabra que tenemos la sospecha que inconscientemente la queremos sacar del diccionario. Nuestras sociedades se caracterizan por un creciente individualismo y por la división; esto termina privando a los más débiles de una vida digna y provocando revueltas contra las instituciones. Cuando falta la solidaridad en un país, se resiente todo el mundo. En efecto, la solidaridad es la actitud que hace a las personas capaces de salir al encuentro del otro y fundar sus relaciones mutuas en ese sentimiento de hermandad que va más allá de las diferencias y los límites, e impulsa a buscar juntos el bien común. 

Los seres humanos, en la medida en que toman conciencia de ser parte responsable del designio de la creación, se hacen capaces de respetarse recíprocamente, en lugar de combatir entre sí, dañando y empobreciendo el planeta. También a los Estados, concebidos como una comunidad de personas y de pueblos, se les pide que actúen de común acuerdo, que estén dispuestos a ayudarse unos a otros mediante los principios y normas que el derecho internacional pone a su disposición. Una fuente inagotable de inspiración es la ley natural, inscrita en el corazón humano, que habla un lenguaje que todos pueden entender: amor, justicia, paz, elementos inseparables entre sí. Como las personas, también los Estados y las instituciones internacionales están llamados a acoger y cultivar estos valores: amor, justicia, paz. Y hacerlo en un espíritu de diálogo y escucha recíproca. De este modo, el objetivo de nutrir a la familia humana se hace factible.

4. Cada mujer, hombre, niño, anciano, debe poder contar en todas partes con estas garantías. Y es deber de todo Estado, atento al bienestar de sus ciudadanos, suscribirlas sin reservas, y preocuparse de su aplicación. Esto requiere perseverancia y apoyo. La Iglesia Católica trata de ofrecer también en este campo su propia contribución, mediante una atención constante a la vida de los pobres, de los necesitados, en todas las partes del planeta; en esta misma línea se mueve la implicación activa de la Santa Sede en las organizaciones internacionales y con sus múltiples documentos y declaraciones. Se pretende de este modo contribuir a identificar y asumir los criterios que debe cumplir el desarrollo de un sistema internacional ecuánime. Son criterios que, en el plano ético, se basan en pilares como la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad; al mismo tiempo, en el campo jurídico, estos mismos criterios incluyen la relación entre el derecho a la alimentación y el derecho a la vida y a una existencia digna, el derecho a ser protegidos por la ley, no siempre cercana a la realidad de quien pasa hambre, y la obligación moral de compartir la riqueza económica del mundo. 

Si se cree en el principio de la unidad de la familia humana, fundado en la paternidad de Dios Creador, y en la hermandad de los seres humanos, ninguna forma de presión política o económica que se sirva de la disponibilidad de alimentos puede ser aceptable. Presión política y económica, aquí pienso en nuestra hermana y madre tierra, en el planeta, si somos libres de presiones políticas y económicas para cuidarlo, para evitar que se autodestruya. Tenemos adelante Perú y Francia dos conferencias que nos desafían, cuidar el planeta. Recuerdo una frase que escuché de un anciano hace muchos años, Dios siempre perdona… las ofensas, los maltratos, Dios siempre perdona, los hombres perdonamos a veces, la tierra no perdona nunca. Cuidar a la hermana tierra, la madre tierra para que no responda con la destrucción. Pero, por encima de todo, ningún sistema de discriminación, de hecho o de derecho, vinculado a la capacidad de acceso al mercado de los alimentos, debe ser tomado como modelo de las actuaciones internacionales que se proponen eliminar el hambre. 

Al compartir estas reflexiones con ustedes, pido al Todopoderoso, al Dios rico en misericordia, que bendiga a todos los que, con diferentes responsabilidades, se ponen al servicio de los que pasan hambre y saben atenderlos con gestos concretos de cercanía. Ruego también para que la comunidad internacional sepa escuchar el llamado de esta Conferencia y lo considere una expresión de la común conciencia de la humanidad: dar de comer a los hambrientos para salvar la vida en el planeta. Gracias.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Discurso completo del Papa Francisco al Parlamento Europeo

El Papa Francisco dirigió este martes un discurso al Parlamento Europeo en su sede de Estrasburgo (Francia) en el que llamó a poner como centro del desarrollo la sacralidad de la persona humana, así como recuperar la identidad del continente, cuya historia está unida profundamente con el cristianismo. 

A continuación el texto completo del Papa:
Señor Presidente, Señoras y Señores Vicepresidentes,
Señoras y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos amigos
Les agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan. Agradezco particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la Asamblea.
Mi visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo II. Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en dos, y se está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado la geografía y aún más la historia».
Junto a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la contempla a menudo con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.
Al dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento.
Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que Europa – junto a todo el mundo – está atravesando. Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y la muerte en vida.
Un mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente.
Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras: «dignidad» y «trascendente».
La «dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por la indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa, a lo largo de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente, dando lugar al concepto de «persona».
Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, che non tiene el trabajo que le otorga dignidad?
Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en beneficio de intereses económicos.
Es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales - estoy tentado de decir individualistas -, que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una «mónada» ((μον?ς), cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor.
Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma.
Considero por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. En efecto, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de violencias.
Así, hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado; significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un ser relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno.
Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un futuro mejor.
Esta soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde muchas partes se recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones.
A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica.
El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Este es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la técnica», que termina por causar «una confusión entre los fines y los medios». Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario, afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de comercio.
Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están llamados también a una gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de la fragilidad, de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.
Por lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los propios deberes?
Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas.
El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende.
Precisamente a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la persona.
Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia».
A este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos.
El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor.
En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo.
Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar, animados por la confianza recíproca.
En esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De esta manera se corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
Mantener viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico, evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos ofrece.
Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias sociales.
Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades. La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.
Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la "custodiamos", no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».
Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un adecuado contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos.
Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales.
Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.
Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:
Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los que el ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por los conflictos del pasado.
Por último, la conciencia de la propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países vecinos, particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.
A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva».12 Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena.
Un autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que el alma al cuerpo». La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores, también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y de edificación humana común que constelan el Continente.
Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.
Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente.
Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad.
Gracias.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Algo absolutamente singular


Por Alfonso Aguiló

       "El protagonista de mi novela -cuenta el escritor José Luis Olaizola en un libro autobiográfico- se había hecho cura, quizá porque me parecía un buen final de la novela que lo fusilaran al principio de la guerra civil española. 
        "Y como yo sabía muy poco de curas, y de su posible comportamiento en una situación tan límite, me puse a leer el Evangelio para articular un buen sermón ante el pelotón de fusilamiento, con palabras del mismo Cristo.
        "Aquellas palabras sirvieron de poco para mi novela, pero a mí me llegaron bastante hondo. Así comencé a interesarme por la figura de Cristo, que me pareció un personaje muy atractivo..., a condición de que, efectivamente, fuera Hijo de Dios. Porque si fuera solo un hombre, y dijera las cosas que decía, sería un loco o un farsante. Y si Cristo era el Hijo de Dios, no se le ocurriría dejar la hermosura de su doctrina al libre discurrir de los hombres; sería el caos. Era lógico que hubiera encomendado el depósito de la fe a la Iglesia. 
        "Es decir, que por un proceso reflexivo me encontré siendo intelectualmente católico."
        Así cuenta Olaizola un pequeño retazo de su encuentro con Dios. Como en tantos otros casos, empezó por un descubrimiento de la figura de Jesucristo. Podemos analizar esto brevemente, pues constituye el fundamento de la fe cristiana. La pregunta básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador, en quién es Jesús de Nazaret. 
        El primer trazo característico de la figura de Jesucristo -señala André Léonard- es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicar porque, como veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana, sino que, al contrario, fue acompañada de la mayor humildad. 
        Los grandes fundadores de religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah, Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron una sabiduría. Sin embargo, Jesucristo afirma ser Dios. Lo que sorprendía y admiraba a las gentes era la autoridad con que hablaba, por encima de cualquier otra, aun de la más alta, como la de Moisés. Y hablaba con la misma autoridad de Dios en la Ley o los Profetas, sin referirse más que a sí mismo: "Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo...". A través de sus milagros manda sobre la enfermedad y la muerte, da órdenes al viento y al mar, con la autoridad y el poderío del Creador mismo. Sin embargo, este hombre que utiliza el yo con la audacia y la pretensión más sorprendentes, posee al propio tiempo una perfecta humildad y una discreción llena de delicadeza. Una humilde pretensión de divinidad que constituye un hecho singular en la historia y que pertenece a la esencia misma del cristianismo. 
        En cualquier otra circunstancia -piénsese de nuevo en Buda, en Confucio o en Mahoma-, los fundadores de religiones lanzan un movimiento espiritual que, una vez puesto en marcha, puede desarrollarse con independencia de ellos. Sin embargo, Jesucristo no indica simplemente un camino, no es el portador de una verdad, como cualquier otro profeta, sino que Él mismo es el objeto propio del cristianismo. Por eso, la verdadera fe cristiana comienza cuando -como le sucedió a Olaizola- un creyente deja de interesarse simplemente por las ideas o la moral cristianas, tomadas en abstracto, y encuentra a Jesucristo como verdadero hombre y verdadero Dios.

La familia por encima de las ideologías.

En este fin de semana, en el que miles de familias se han manifestado en Madrid para reclamar el derecho a vivir la familia, y respetar la vida, según el plan de Dios, es muy oportuno que reflexionemos con estas palabras del Papa Francisco, reclamando una familia digna para unos hijos que se merecen todo nuestro respeto. 

Tienen derecho a un padre y una madre, por encima de cualquier ideología que manipula esta institución natural creada por Dios. Los niños tienen derecho a una familia con un padre y una madre, capaces de crear un ambiente idóneo a su desarrollo y a su maduración afectiva: lo subrayó el Papa Francisco a los participantes en el Coloquio Internacional sobre la complementariedad entre el hombre y la mujer, promovido en el Vaticano por la Congregación para la Doctrina de la Fe.

El Papa  recalco  que no hay que caer en la trampa de calificar la familia con conceptos de naturaleza ideológica que solamente tienen fuerza en un momento de la historia y luego decaen. La familia es un hecho antropológico, la familia es familia. La familia es en sí misma, tiene una fuerza en sí misma.

Reflexionando sobre el título del coloquio el Pontífice destacó que “complementariedad”, es una palabra preciosa, con múltiples valencias, que puede referirse a diversas situaciones, en las cuales, un elemento completa al otro o suple una carencia suya. No obstante, prosiguió el Santo Padre, la complementariedad es mucho más que esto.

“Reflexionar sobre la complementariedad – dijo – no es otra cosa que meditar sobre las armonías dinámicas que están al centro de toda la Creación. Ésta es la palabra clave: armonía. La complementariedad, es la base del matrimonio y la familia, primera escuela en donde aprendemos a apreciar nuestros dones y aquellos de los otros y en donde se aprende el arte de vivir juntos”.

Esta complementariedad entre hombre y mujer, continuó el Papa, asume muchas formas porque cada hombre y cada mujer aporta la propia contribución personal en el matrimonio y en la educación de los hijos. La propia riqueza personal, el propio carisma personal y la complementariedad se transforman así en una gran riqueza, y no sólo es un bien, sino también belleza.

Y observó que en nuestro tiempo, el matrimonio y la familia están en crisis. “Vivimos en una cultura de lo provisorio, en la cual tantas personas renuncian al matrimonio como compromiso público. Esta revolución en las costumbres y en la moral, que a menudo, ha hecho flamear la bandera de la libertad ‘entre comillas’, en realidad ha traído devastación espiritual y material a un sinnúmero de seres humanos, especialmente los más vulnerables”, constató.

Finalmente la exhortación del Pontífice a pensar en los jóvenes y a no dejar que se dejen envolver por la mentalidad dañina de lo provisorio. “Ir contracorriente, y no caer en la trampa de ser calificados con conceptos ideológicos. La familia es un hecho antropológico y en consecuencia un hecho social, cultural, afirmó el Papa. No podemos calificarla con conceptos de naturaleza ideológica que  solamente tienen  fuerza en un momento de la historia y luego decaen. Hoy no se puede hablar de familia conservadora y familia progresista, la familia es familia. La familia es en sí misma, tiene una fuerza en sí misma. No se dejen calificar así, por este u otros conceptos de naturaleza ideológica”.

Al concluir el discurso, la el Papa confirmó su próxima visita a Filadelfia, en septiembre del 2015, en ocasión de octavo Encuentro Mundial de las Familias.

jueves, 20 de noviembre de 2014

BILL GATES Y LA DISMINUCIÓN DE LA POBLACIÓN MUNDIAL




Por Juan José García Noblejas
El deseo de disminuir la población mundial es muy antiguo. Estamos triturando al Planeta desde hace doscientos años; y de una manera más ordenada, hipócrita y fructuosa en el siglo XX. Se cuentan por millones los abortos; por millones los muertos en guerras en la primera mitad del siglo; estamos dejando morir a África en su propia inmundicia y en sus guerras étnicas; dejamos en la pobreza mortal a países emergentes; nos resignamos a las muertes infantiles en el Tercer Mundo, con una esperanza de vida bajísima… 

¿Y todavía Bill Gates y sus adinerados amigos quieren más?

Es como para quedarse pasmado, presenciando tanto egoísmo disfrazado de bienestar: para estar uno cómodo, hay que emprender políticas antinatalistas, y fomentar la eutanasia y dejar que los países pobres se hundan en su propia miseria. Bien, curioso modo de enfocar los problemas al estilo Hitler o Stalin. ¿Para qué dejar nacer si van a malvivir? ¿Para qué cuidar si van a mal morir? ¿Merece vivirse la vida en algunos casos? ¿Tienen derecho a la vida si pasarán enfermos tanto tiempo? Realmente estas preguntas esconden un egoísmo feroz, una preocupante falta de sentimientos humanos. Pero es lo que hay.

Menos mal que no todo el mundo piensa igual, ni mucho menos; pero la batalla está en su punto más álgido.

Reproducimos de nuevo un trabajo de Juan José García Noblejas en el que se mete de lleno en el problema, contando con el apoyo de prestigiosos investigadores y entendidos en la materia. Al mismo tiempo quiero dejar constancia de que son estos señores y algunos más, que se mueven por la órbita de las Naciones Unidas, con un ingente poder económico que les coloca por encima de los propios Estados, los que se han tomado "la responsabilidad de regular este mundo": lo señalo, porque es lo único que no llegó a decir Galardón, en el video que coloqué ayer en este blog; y que tampoco precisó Mons. Reig.  Yo si voy a dar nombres: 
Bill Gates, David Rockefeller Jr., Warren Buffet, George Soros, Michael Bloomberg, Ted Turner y Oprah Winfrey... Los mismos señores que manejan la ideología de género, llevando en sus manos los "latigos" del feminismo radical y del movimiento gay, que manejan a su antojo.  Como he señalado, este artículo lo publiqué en 2009, y las cosas siguen igual o peor. Pero se les ve más, porque ahora han actuado directamente en España, ante un Gobierno débil moral.

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Club de multimillonarios (Gates-y-6-más) confabulados para disminuir la población mundial.

Esto no es asunto de teorías conspiratorias. Escribo en términos de "confabular", porque según el Drae el verbo significa "ponerse de acuerdo para emprender algún plan, generalmente ilícito". De esto trata lo que sigue, entiendo, en términos legales y morales.

Según cuenta el Times (Billionaire club in bid to curb overpopulation), los ricos más ricos de EEUU se han reunido en NY, el pasado 5 de mayo, en casa de Sir Paul Nurse, Nobel de bioquímica y Presidente de la Rockefeller University.

Además de Bill Gates, estaban alli, formando el "Good Club", David Rockefeller Jr., Warren Buffet, George Soros, Michael Bloomberg, Ted Turner y Oprah Winfrey.

Se trataba de encontrar una "causa" que -ofreciendo garantías de filantropía- les permita cubrir los posibles riesgos para sus fortunas. Han encontrado una "causa" que incluso pueden hacer popular, si es necesario, a golpe de propaganda: hay que disminuir la gente en el mundo.

Hace unos meses, ya lo había propuesto, con cifras concretas, Bill Gates:

“Official projections say the world’s population will peak at 9.3 billion [up from 6.6 billion today] but with charitable initiatives, such as better reproductive healthcare, we think we can cap that at 8.3 billion”.

Todos sabemos qué quiere decir "better reproductive healthcare": sobre todo contracepción y aborto (¿por qué no llamarán las cosas por su nombre?), y sobre todo en los países pobres, visto como una amenaza para los países ricos...

Dicen que no quieren ser un "gobierno mundial alternativo", pero que alguien -superando barreras políticas y religiosas- tiene que tomar las riendas para evitar desastres de alcance global.

Gates y sus amigos multimillonarios quizá no quieren darse cuenta de que lo que sucede con la población es otra cosa, bien distinta:
como advierte Barry McLerran, autor del documental Demographic Winter, la tasa de crecimiento de la población ha decrecido un 50% en los últimos 30 años.

La fertilidad en los países desarrollados está por debajo de los índices de remplazo de la población. Si las cosas no cambian, la tendencia indica que, más que sobrepoblación, la crisis estará a mediados de siglo en el polo opuesto: el de la despoblación.

A lo mejor lo que a fin de cuentas les preocupa es la "despoblación WASP", con algunas concesiones de color, mientras sean ricos o famosos. O el incremento proporcional de número y riqueza en gente no-wasp.

El caso es que todos sabemos cómo Bill Gates logró instaurar, en plan "Citizen Gates", su navegador "Explorer" (mucho dinero y argucias y presiones para lograr una interpretación favorable de las leyes) con el fin de desalojar a "Netscape" como competencia: y su modo de razonar no debe haber cambiado mucho desde entonces.

Algunos dicen que el mundo es -a fin de cuentas- un mercado. Aunque lo fuera, que no lo es, aplicar sus estrategias y tácticas mercantiles no necesariamente será algo que de suyo favorece el bien común y la vida de la humanidad.

Parece molesto e ilícito considerar a la gente como números y sujetos de mercado, antes que como personas y ciudadanos.

¿Qué le pasa a la ONU?

   Por    Stefano Gennarini, J.D       La ONU pierde credibilidad con cada informe que publica. Esta vez, la oficina de derechos humanos de ...