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miércoles, 27 de febrero de 2013

Última audiencia de Benedicto XVI, 27-II-2013


“Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre y sobre todo en los momentos difíciles. Jamás perdamos esta visión de fe, que es la única verdadera visión del camino de la Iglesia y del mundo”. En su última audiencia general Benedicto XVI comenzó agradeciendo a sus venerados hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, a las diversas autoridades presentes y a los numerosos fieles y peregrinos de los cinco continentes que abarrotaban la Plaza de San Pedro y las calles de los alrededores con sus pancartas, banderas, pañuelos y carteles multicolores su presencia tan numerosa. 

Hablando en italiano el Papa dijo que como el Apóstol Pablo, también él siente en su corazón que debe, ante todo, dar gracias a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su Palabra y, de este modo, alimenta la fe en su Pueblo. Y añadió que en este momento, su espíritu se ensancha para abrazar a toda la Iglesia esparcida por el mundo. “Doy gracias a Dios – dijo – por las noticias que en estos años del ministerio petrino he podido recibir acerca de la fe en el Señor Jesucristo, y por la caridad que circula en el Cuerpo de la Iglesia”, haciéndola vivir en el amor, así como por la esperanza que nos abre y nos orienta “hacia la vida en plenitud, hacia la patria del Cielo”.

El Santo Padre también afirmó que lleva a todos en la oración, “en un presente que es el de Dios”, donde recoge cada encuentro, cada viaje y cada visita pastoral realizada, conservando todo y a todos en la oración, para encomendarlos al Señor, a fin de que todos podamos comportarnos de manera digna, dando fruto en cada obra buena.

Hacia el final de su catequesis general en italiano, el Pontífice volvió a agradecer a todos por el respeto y la comprensión con que han acogido su decisión tan importante. A la vez que aseguró que seguirá acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con esa entrega al Señor y a su Esposa con que ha tratado de vivir hasta ahora cada día, y que desea vivir siempre. Por esta razón pidió a los fieles que lo recuerden ante Dios y, sobre todo, que recen por los Cardenales, llamados a una tarea tan relevante, así como por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro, a quien deseó que el Señor lo acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu. 

En nuestro idioma, dirigiéndose a los numerosos fieles y peregrinos procedentes de América Latina y de España, Benedicto XVI les dijo: 

Queridos hermanos y hermanas:
Muchas gracias por haber venido a esta última audiencia general de mi pontificado. Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta decisión importante, que he tomado con plena libertad. Desde que asumí el ministerio petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la Iglesia su luz. En este Año de la fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios, con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser cristianos. 

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.

domingo, 24 de febrero de 2013

Ante las falsas o no verificables noticias para influir en el cónclave

La Secretaría de Estado Vaticano emitió este 23 de febrero el siguiente comunicado:

“La libertad del Colegio de Cardenales, que tiene la tarea, según establece el derecho, de elegir al Romano Pontífice, siempre ha sido fuertemente defendida por la Santa Sede, como garantía de una decisión que estuviera basada en evaluaciones motivadas únicamente por el bien de la Iglesia.

A través de los siglos, los Cardenales han debido hacer frente a múltiples formas de presión ejercidas sobre los electores individuales y sobre el mismo Colegio y cuyo fin era condicionar sus decisiones, doblegándolas a lógicas de tipo político o mundano.

Si en el pasado eran las denominadas potencias, es decir, los Estados los que intentaban hacer valer sus condicionamientos en la elección del Papa, ahora se intenta poner en juego el peso de la opinión pública, a menudo sobre la base de evaluaciones que no reflejan el aspecto típicamente espiritual del momento que la Iglesia está experimentando.

Es deplorable que, a medida que se acerca el inicio del cónclave y los cardenales electores estarán obligados, en conciencia y ante Dios, a expresar con plena libertad su elección, se multiplique la difusión de noticias, a menudo no verificadas o no verificables, o incluso falsas, incluso con graves perjuicios para las personas y las instituciones.

Nunca como en estos momentos, los católicos se centran en lo esencial: rezan por el Papa Benedicto XVI, rezan para que el Espíritu Santo ilumine al Colegio de Cardenales, rezan por el futuro pontífice, confiados en que la suerte de la barca de Pedro está en las manos de Dios”.

sábado, 23 de febrero de 2013

Ciencia y fe


Traigo aquí la expléndida conferencia del profesor Ayllon en el marco de los Diálogos de Teología 2013 organizados  por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.

El propósito en esta conferencia es poner de manifiesto la muy estrecha relación entre fe y ciencia; tan estrecha que la fe cristiana ha hecho posible la ciencia, y la ciencia bien enfocada predispone a creer
      
1. ¿Qué fe y qué ciencia? − 2. ¿Por qué nace la ciencia en la Europa Cristiana? − 3. Relación de complementariedad − 4. La argumentación cosmológica − 5. El caso Flew − 6. El caso Hawking − 7. Fe y ciencia en Pascal
1. ¿Qué fe y qué ciencia?
      Cuando hablamos de fe y ciencia, ¿de qué fe estamos hablando?
      La respuesta es sencilla: de la única fe que se plantea la relación con la razón, con la ciencia. ¿Qué sucede con las demás religiones? Pues sucede que:
• Unas pertenecen al ámbito del sentimiento, no de la razón.
• Otras, al ámbito de la burocracia del Estado.
• y otras creen que Dios modifica a su gusto las leyes del Universo. 

     Hablamos de una fe cuya pasión por la razón produce la extraordinaria invención de la Universidad: esa forma superior de investigación, enseñanza y convivencia culta, sin la que no existiría el primer mundo.
      Hablamos de una fe con una potencia creadora capaz de generar el Románico y el Gótico, el Gregoriano y el Barroco, la música de cámara y el canto polifónico. De una fe que ha hecho posibles a Buonarrotti y a Dante, a Cervantes y a San Juan de la Cruz, a Haendel y a Bach, a Chesterton y a Dostoievski, integrantes de una nómina, interminable e incomparable, de genios cristianos.
      Hablamos de una fe de la que se ha podido decir (y cito a Messori):
    “Cuando repaso el Denzinger −la colección de las resoluciones de los Concilios− me asombro de la coherencia de un pensamiento que ha pasado a través de la Historia −desde el imperio romano hasta la posmodernidad− sin desmentirse jamás, haciéndose cada vez más actual y profundo. Estamos, realmente, ante la mayor de las catedrales del pensamiento”.
    ¿De qué ciencia estamos hablando?
      Sobre todo, de la ciencia empírica, pero también de la Filosofía, de la Historia, del Derecho, de la Ética…
      En cualquier caso, de la ciencia capaz de alcanzar verdades, no solo opiniones o conjeturas.
      Estamos hablando de la razón lógica no ideológica: de la razón que juega limpio, no de la que barre descaradamente para casa.
      Darwin, por ejemplo, fue un científico riguroso y un hombre ponderado, pero la posterior mitología evolucionista perdió muy pronto ambas virtudes.
      Uno de los directores de Atapuerca afirma que “el descubrimiento más asombroso de la humanidad es la evolución, y sin esta revelación no se puede entender nada del ser humano”. Viene a decir, por tanto, que Shakespeare y Dante, que Cervantes y San Agustín, que Platón y Séneca, que Cicerón y Quevedo, que Sócrates, Confucio, Leonardo, Tomás Moro…, no entendieron en absoluto la condición humana.
      Mi propósito, en esta conferencia, es poner de manifiesto la muy estrecha relación entre fe y ciencia. Tan estrecha que la fe cristiana ha hecho posible la ciencia, y la ciencia bien enfocada predispone a creer.
2. ¿Por qué nace la ciencia en la Europa cristiana?
      Responder a esta pregunta exige que nos preguntemos, al mismo tiempo, por qué la ciencia no nace en Grecia, China o el Islam.
      Tres revoluciones copernicanas se dan, al menos, en la ciencia moderna. La primera, como es lógico, protagonizada por el propio Coopérnico. La segunda, por Mendel y su descubrimiento de las leyes genéticas. Una tercera, por Georges Lemaître, cuando formula la teoría del Big Bang, en 1927.
      Sorprendentemente, Copérnico, Mendel y Lemaître son sacerdotes católicos. Aunque tal vez no debamos decir “sorprendentemente”.
      Sabemos que los griegos sentaron las bases para el uso de la razón. Pero la aplicaron con timidez a la hora de conocer la realidad material del mundo. Aristóteles, padre de la Lógica, afirma que los cuerpos caen más rápido cuanto mayor es su peso. El juicio es lógico, pero un experimento en el acantilado más próximo le hubiera sacado de su error.
      Ese apriorismo, aplicado igualmente por Platón a las órbitas de los planetas, supuso en realidad un lastre para el desarrollo científico. Si Kepler descubre las órbitas elípticas es porque observa el firmamento con su telescopio, desoyendo la propuesta platónica de hacer astronomía “solo pensando”, sin observación empírica. Y el error de Aristóteles sobre la velocidad de caída de los cuerpos es refutado por Galileo, veinte siglos más tarde, con una sencilla verificación desde lo alto de la torre de Pisa. Por eso se ha dicho -aunque resulte muy duro de oír- que la ciencia pudo surgir en Occidente, en los siglos XVI y XVII, no gracias a los griegos, sino más bien a pesar de ellos.
      Sin embargo, al hablar de las raíces de Europa, el tópico repite que Atenas no tiene nada que ver con Jerusalén, pues los griegos descubrieron la razón y la ciencia, mientras los judíos y los cristianos aportaron la religión. De ahí procede la distorsión de un cristianismo que, enarbolando la bandera de la fe, obstaculiza durante siglos el camino de la razón y de la ciencia.
      Alfred North Whitehead ha sido el primer filósofo de la ciencia en reivindicar justamente lo contrario: que la ciencia nace, de hecho, en la Europa cristiana, y no se hubiera podido desarrollar en un contexto diferente. Después de Whitehead, numerosos filósofos e historiadores de la ciencia −Edward Grant, David Lindberg, Stanley Jaki, Rodney Stark, Mariano Artigas, Evandro Agazzi− constatan que en las grandes culturas antiguas faltaba la idea decisiva de un Dios racional, creador de un cosmos inteligible, autónomo y estable, sometido a leyes que pueden ser conocidas por el hombre.
      Joseph Needham, un historiador marxista que se especializó en la historia de la tecnología china, llegó a la misma conclusión: China no fue capaz de saltar desde los tanteos tecnológicos a la ciencia porque allí “no llegó a desarrollarse la noción de un legislador divino que impone cierta ordenación a la naturaleza”.
      En el Islam encontramos un Dios personal y legislador. Pero falta la noción de la “retirada” divina tras la creación, y el respeto a la autonomía de lo creado. Alá, todopoderoso, se reserva siempre la facultad de irrumpir cuando le plazca en su propia creación. La idea de unas leyes naturales que el propio Alá se obliga a respetar le parece al sabio musulmán una limitación blasfema de la omnipotencia divina.
      Si el Dios cristiano es como un monarca constitucional, que otorga a su reino unas leyes fundamentales y las cumple, el Dios islámico viene a ser un rey absoluto, que no admite restricciones a su autoridad. Como indica Stark, “si Dios se reserva la facultad de hacer en todo momento lo que le plazca, y lo que le place es variable, entonces el universo no puede ser legiforme”: ¿para qué molestarse en buscar uniformidades y regularidades naturales, si todo está sometido al designio inescrutable, impredecible y oscilante de Alá?
      Para los cristianos, a diferencia de las posturas anteriores, Dios respeta sus propias leyes. Al mismo tiempo su absoluta libertad creadora implica un universo que no necesita ceñirse a ningún modelo particular, regido por unas leyes que no pueden ser deducidas a priori. Por tanto, será la experiencia −elemento esencial del método científico− la que nos permita conocer la naturaleza del universo que Dios decidió crear.
      Esta idea −clave para la aparición de la ciencia− no la formula Newton sino un franciscano del siglo XIII, Roger Bacon: “Nada puede conocerse con certidumbre −dice- sin experimentación. Los argumentos más sólidos no prueban nada mientras las conclusiones no se hayan verificado mediante la experiencia”.
      Hoy, cuatro siglos de éxito científico nos han acostumbrado a dar por supuesta la docilidad de la naturaleza a las matemáticas. Pero lo esperable no era un cosmos obediente a nuestras ecuaciones. Más bien, eso es algo muy sorprendente. Einstein no dejaba de preguntarse “cómo es posible que la matemática, un producto del pensamiento humano independiente de la experiencia, se ajuste de modo tan perfecto a los objetos de la realidad física”.
      ¿Por qué es comprensible el mundo? Esta pregunta abre un auténtico agujero negro en la cosmovisión materialista. Vuelvo a citar a Einstein:
    “Yo considero la comprensibilidad del mundo como un milagro o un eterno misterio, porque a priori debería esperarse un Universo caótico, que no pudiera en absoluto ser comprendido por el pensamiento. Ahí está el principal punto débil de los positivistas y de los ateos profesionales”.
      Sabemos que la ciencia presupone la inteligibilidad del mundo, pero no la explica. Mientras el ateo recurre al azar y piensa que “hemos tenido suerte”, el cristiano cree que el mundo ha sido creado por un Dios inteligente, del que cabe esperar un cosmos racional, pues Dios, como afirma la Biblia, “ha regulado todas las cosas con medida, número y peso”.
      Los primeros científicos se atrevieron a hacer ciencia porque creían en la racionalidad del universo; y creían en ella porque creían en el Dios de la Biblia. Por eso solían decir que, en realidad, Dios había escrito dos libros: la Biblia y la Naturaleza. Uno, con palabras reveladas. Otro, con el lenguaje de las matemáticas y de la geometría.
      Se ha investigado las creencias religiosas de los 50 científicos más citados en las enciclopedias e historias de la ciencia, durante el siglo y medio que va de Copérnico a Newton. De los 50, solo dos (Paracelso y Edmund Halley) parecen haber sido escépticos; 16 son lo que llamaríamos “cristianos normales”; en cambio, 32 fueron cristianos comprometidos, y entre ellos hubo 15 eclesiásticos.
      Ante estos datos, si alguien piensa que la Iglesia se opone al progreso científico, por la injusticia cometida con Galileo, también deberá pensar que la democracia se opone a la libertad de expresión, por la condena a muerte de Sócrates.
      A propósito de Galileo, todos los años suelo preguntar a mis alumnos qué les parece su muerte en la hoguera, condenado por la Inquisición medieval, por sostener que la Tierra era redonda. A casi todos les parece una atrocidad, pero les parece una atrocidad porque no saben que Galileo no vivió en la Edad Media, no murió en la hoguera, y no tuvo ningún problema con la redondez de la Tierra.
3. Relación de complementariedad
      La estrecha relación entre fe y ciencia bien puede traducirse en un concepto preciso: complementariedad. Todos ustedes conocen estas palabras:
    “La fe y la razón son las dos alas con las cuales el entendimiento humano se eleva hasta la contemplación de la verdad”.
Es el magnífico arranque de la carta encíclica Fides et ratio. Si el pensamiento de Juan Pablo II no nos sorprende, bien puede sorprendernos Darwin, cuando escribe en la última página de El origen de las especies:
    “Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originariamente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola. Y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando -a partir de un comienzo tan sencillo- infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas”.
      Yo diría, en consecuencia, que entre ciencia y fe hay complementariedad si hay juego limpio. A propósito de la eterna polémica entre evolucionistas y creacionistas, Ernst Jünger viene a decirnos, en cuatro líneas, que es un problema ficticio:
    “La teoría de Darwin no plantea ningún problema teológico. La evolución transcurre en el tiempo; la creación, por el contrario, es su presupuesto. Por tanto, si se crea un mundo, con él se proporciona también la evolución: se extiende la alfombra y ésta echa a rodar con sus dibujos”.
      Un globo muy parecido lo pincha, con elegancia, Francis Collins, el primer lector del genoma humano. En su famoso libro The language of God, escribe:
    “El Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral o en el laboratorio, porque su creación es majestuosa, sobrecogedora, complejísima y bella, y no puede estar en guerra consigo misma. Solo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y solo nosotros podemos terminarlas”.
4. La argumentación cosmológica
      La perfecta complementariedad entre ciencia y fe muestra su mejor concreción en la argumentación cosmológica.
      El Salmo 18 nos dice que “el cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos”. San Pablo escribe a los romanos que, “desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad son conocidos mediante las criaturas”. En ambos textos, la Biblia afirma que el mero conocimiento de la existencia de Dios es un conocimiento natural, cierto y fácilmente asequible.
      Se trata de una argumentación tan sólida como persistente, que recorre el pensamiento humano y se hace explícita, por primera vez, en los presocráticos, hasta alcanzar la incomparable exposición de las 5 vías tomistas. En una de sus más bellas formulaciones podemos leer:
    Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol -dueño fulgurante del día- y a la luna −señora esplendente y temperante de la noche−. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire. Pregunta a los espíritus que no ves, y a los cuerpos cuya evidencia te entra por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita ser gobernado, y al invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán: "míranos; somos hermosos". Su hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino el que es la hermosura perfecta?
      Este célebre texto de San Agustín podría llevarnos a pensar, equivocadamente, que la argumentación sobre Dios es propia de santos. Muy lejos de esa condición, don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias, escribió las palabras que hoy podemos leer sobre su tumba:
    Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo.
      También nos equivocaríamos si atribuimos la fuerza de esta argumentación a su magnífica exposición literaria. De hecho, a ese Supremo Artífica se han referido casi todos los grandes científicos, de Copérnico a Einstein, de Darwin a Francis Collins. Cito a Einstein:
• No soy ateo, y no creo que me pueda llamar panteísta.
• Todo el que se implica seriamente en la investigación científica, termina convencido de que las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior al del hombre.
• La convicción profundamente emocionada de la presencia de un poder razonador superior, que se revela en el Universo incomprensible, constituye mi idea de Dios.
5. El caso Flew
      La última gran apuesta por este argumento corresponde a Antony Flew, el filósofo de Oxford con la argumentación atea más sólida del siglo XX. Flew abandonó el ateísmo después de medio siglo, tras estudiar la información codificada en el ADN y la precisión de las leyes físicas que hacen posible el Universo.
      El 9 de diciembre de 2004, la Associated Press titulaba así: “Uno de los líderes mundiales del ateísmo ha pasado a creer en Dios, basándose en la evidencia científica”. El anuncio se convirtió en un acontecimiento mediático en todo el mundo. No en vano “Teología y falsificación”, el texto que Flew había leído en 1950, en elSocratic Club de Oxford, presidido por C. S. Lewis, es la publicación filosófica más veces reimpresa del siglo XX.
      Ahora, en el libro Dios existe, breve y extraordinario relato donde Flew explica su evolución intelectual, leemos:
    En 2004, después de seis décadas de ateísmo, anuncié que había cambiado de equipo. Tres áreas de la indagación científica han resultado determinantes en mi decisión. La primera: saber cómo llegaron a existir las leyes de la naturaleza. La segunda: ¿Cómo pudo emerger el fenómeno de la vida a partir de lo no vivo? Y la tercera es el problema que los filósofos plantean a los cosmólogos: ¿Cómo llegó a existir el Universo?.
      Flew, haciendo gala de una honradez intelectual poco común, decidió aceptar la conclusión a la que le llevaban sus estudios de física atómica y biología molecular. Después de 60 años, giraba en redondo y coincidía con sus grandes adversarios, en especial con C. S. Lewis, que con magnífica ironía había escrito:
    Todo en el Universo puede ser explicado por un conjunto de leyes, salvo esas leyes y salvo el mismo Universo, lo cual constituye una notable excepción.
6. El caso Hawking
      En la recta final de esta conferencia me gustaría puntualizar que las ciencias empíricas no tienen competencia para afirmar o negar a Dios, pues la esencia y trascendencia divinas están fuera de su campo de estudio.
      Al mismo tiempo me parece oportuno recordar que ni la ciencia es toda la verdad, ni la razón científica es toda la razón.
      Por fortuna, el hombre de ciencia tampoco se agota en su ciencia. Por eso, un físico tiene derecho a un salto metafísico; A partir de los datos empíricos, todo científico puede ensayar una interpretación filosófica. Pero habrá de hacerlo con prudencia. Decía Einstein que “el hombre de ciencia es un filósofo mediocre”, cosa que comprobamos, una vez más, en el más mediático de los científicos actuales.
      A pesar de sus notables limitaciones físicas, Stephen Hawking ha trabajado incansablemente en hipótesis cosmológicas, que luego ha sabido divulgar de forma magistral. Su ensayo Una breve Historia del Tiempo, publicado en 1988, le dio popularidad mundial. Una de las claves del éxito la apuntaba Carl Sagan en el prólogo: “La palabra Dios llena este libro”.
      Pero esa clave puede engañar al lector sin una aclaración importante. En 1990, su esposa Jane declaró públicamente, durante el proceso de divorcio, que Hawking era ateo, y que citaba con frecuencia a Dios con fines comerciales. Esas palabras se han visto confirmadas con la aparición en 2010 de El Gran Diseño. El imponente despliegue promocional se centró −con expresión del propio Hawking− en “expulsar al Creador”. Y en el libro lo pretende con afirmaciones tan pintorescas como la que sigue:
    Dado que existe una ley como la gravedad, el Universo pudo crearse a sí mismo de la nada, y de hecho lo hizo. La creación espontánea es la razón de que exista algo, de que exista el Universo, de que nosotros existamos. Por eso no es necesario invocar a Dios.
      Si en la Astronomía de Hawking hay agujeros negros, también los hay en su lógica filosófica y teológica. Otro buen ejemplo lo encontramos en el primer capítulo del libro, cuando se pregunta sobre la existencia y la naturaleza de la realidad, y nos brinda esta perla:
    Tradicionalmente eran cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto, porque no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia.
      Y es que Stephen Hawking, profesor ilustre, gran comunicador, alimenta su popularidad mediática con buen humor y declaraciones polémicas, que en pocos segundos se convierten en titulares de prensa. Por eso, aunque suele mezclar buena física con mala filosofía, quizá se trate de una estrategia. La sospecha surge cuando leemos el impecable colofón de su Breve Historia del Tiempo:
    La ciencia nunca responderá a todas nuestras preguntas. Pero, si algún día lo hiciera, siempre quedaría por responder la cuestión fundamental: ¿Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir?
7. Fe y ciencia en Pascal
      Mucho más sutil que Hawking, y tan científico como él, Pascal advierte que, a la hora de pensar con rigor se pueden dar “dos excesos: excluir la razón y no admitir más que la razón”. Después sale al paso de la dificultad racional de la fe con una argumentación genial:
• Tan incomprensible es que Dios exista como que no exista. Y que exista el alma unida al cuerpo, o que no tengamos alma. Y que el mundo haya sido creado, o que no lo haya sido.
• Pero lo que es incomprensible, no deja por ello de ser.
• Por tanto, el último paso de la razón consiste en reconocer que hay infinidad de cosas que la sobrepasan. Es débil si no alcanza a entender esto.
      En sus Pensamientos también leemos:
• La fe dice lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario de lo que ellos ven. Está por encima, no en contra.
• Lo que los hombres, por medio de sus mayores lumbreras, hubieran podido conocer, esta religión lo enseña a sus hijos.
      Termino con una de las observaciones de Pascal que más me gustan:
• Hay suficiente luz para los que quieren ver a Dios, y suficiente oscuridad para quienes no quieren verlo.
      Así es. El componente voluntario de la negación y de la afirmación de Dios es innegable. Pero sucede que, en algunos casos, se puede ser agnóstico o ateo sin esa voluntad, sin querer serlo. Sospecho que Antony Flew formaba parte de esa minoría. Y, desde que leí a Guitton, entendí que esa involuntaria oscuridad puede estar querida por Dios. Dice Jean Guitton:
    “Dios se ha obligado a dejarnos libres para creer o no creer en Él. Ese Dios discreto ha colocado una apariencia de probabilidad en nuestras dudas sobre su existencia. Se ha envuelto en sombras para hacer más amorosa nuestra fe, sin duda también para concederse el derecho de perdonar nuestra negación: es preciso que la solución contraria a la fe conserve cierta verosimilitud para dejar todo su juego a la misericordia”. 

José Ramón Ayllón

viernes, 22 de febrero de 2013

Entrevista a Mons. Herranz, en "El País"


El cardenal cordobés Julián Herranz, de 82 años, lleva media vida en la curia, donde ha estado más de 13 años al frente del Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos. Miembro del Opus Dei, experto en Derecho Canónico, médico y psiquiatra, ha presidido la comisión de investigación creada para desentrañar el escándalo de filtraciones que se destapó la primavera pasada, conocido como Vatileaks. Herranz recibe a la periodista en el sobrio despacho del apartamento donde vive, muy cercano a la plaza de San Pedro del Vaticano.
Pregunta. Usted estaba en la misma sala que el Papa cuando leyó el texto en latín de su renuncia ¿Qué pensó en ese momento?
Respuesta. Me conmovió. Como canonista, tengo que decir que era una renuncia que se ajusta perfectamente al canon 332 párrafo segundo. Simultáneamente sentí pena, por los años que he trabajado junto a él. No solo es un teólogo de excepción, sino un hombre con cualidades innatas extraordinarias, con un amor a Jesucristo que ha demostrado en los tres libros que ha escrito sobre Jesús de Nazaret. Pero también sentí gozo interior, por la humildad y el amor a la Iglesia que demostraba. Humildad porque el desprenderse del poder no es moneda de todos los días, ni siquiera en la vida civil. El Papa ha hecho un examen de conciencia sobre sus limitaciones de tipo psicofísico, que incluso en los últimos meses se han agravado, y ha dicho: "no puedo continuar, necesito que sea otro el que lleve el timón de la barca de Pedro".
Las limitaciones psicofísicas del Papa se han agravado en los últimos meses
P. Las razones del Papa son muy respetables, pero la gente no acaba de creérselas.
R. Pues son perfectamente creíbles, se refieren a ese proceso de depauperación psicofísica del que le hablaba. Yo soy médico y psiquiatra, y es una cosa muy normal. La medicina ha conseguido alargar la vida, pero no ha conseguido mantener la normalidad psicofísica de las personas.
La edad, la salud, saber idiomas, son cosas importantes para un futuro Papa
P. Usted ha presidido la comisión sobre el Vatileaks que entregó su informe al Papa el 17 de diciembre. Se ha especulado mucho sobre el contenido, supuestamente gravísimo, de ese informe, hasta el punto de que muchos piensan que ha sido decisivo en la renuncia del Papa.
P. Es un asunto que ha dado mala imagen a la Iglesia.R. Este asunto se ha agrandado enormemente. Le aseguro como presidente de esa comisión que se ha creado una burbuja curial que se ha pinchado por sí sola. En el Vaticano es bastante frecuente crear comisiones de este tipo. Tienen la misión de examinar cómo están las cosas en un área determinada. Se va allí, se habla con las personas, se ven las cosas que van y las que no van, las luces, las sombras, se toman notas, y luego se refiere la situación a la autoridad. Y es la autoridad, sea la que sea, la que tendrá que tomar las decisiones que considere oportunas.
R. Pero es una burbuja, es una anécdota. Esto de querer ver nidos de víboras, mafias que luchan entre sí, odios internos. Todo eso es absolutamente falso. Yo llevo más de medio siglo trabajando en el Vaticano y puedo decir que admiro a muchos de mis colegas, por su capacidad de entrega, de sacrificio. Habrá ovejas negras, no digo que no, como en todas las familias, pero es el Gobierno menos corrupto y más transparente que hay. Más que cualquier organización internacional, o cualquier Gobierno civil. Yo sigo mucho la prensa, no soy un anacoreta, y leo lo que pasa en el mundo, y veo que es el menos corrupto y es ejemplar en tantísimos aspectos.
P. El Gobierno será el menos corrupto. Pero en la banca vaticana ha habido episodios muy oscuros y sigue habiendo…
R. No conozco exactamente cómo funciona la banca vaticana, pero en todas las bancas del mundo han ocurrido y ocurren fenómenos de este tipo.
P. Usted habla de transparencia, pero la Iglesia es percibida como algo muy opaco. Para conocer la composición de la curia hay que comprar todos los años un anuario pontificio que cuesta 100 euros. ¿Por qué es tan complejo el Vaticano?
R. No lo es. Puede ser que falte algo de capacidad de comunicación. Pero no ocultamos nada. No hay ninguna sociedad, multinacional o Gobierno que sea más transparente que el Gobierno de la Iglesia.
P. Hasta la página web es complicada.
R. En esa página están todos los documentos, los discursos, todos los encuentros, todos los actos del Papa, toda la actividad diaria del Vaticano. No, no. Lo que pasa es que se ha montado una burbuja de cosa misteriosa. Hay mucha literatura. Pero, claro, no hay Gobierno, familia, sociedad organizada que no tenga un área de intimidad. En cualquier Gobierno hay muchas más áreas de oscuridad, de servicios secretos, de decisiones que el presidente toma que no son comunicadas, más zonas reservadas que en el Vaticano.
P. Entonces, ¿no le ha hecho mella al Papa el caso Vatileaks?
R. No. Le aseguro que todo eso son anécdotas respecto a la decisión del Santo Padre y a los problemas de la Iglesia. El problema fundamental de la Iglesia es que hay que hacer una nueva evangelización. La Iglesia sufre ahora una persecución terrible. El 80% de las personas que han sido perseguidas por motivos de creencias el año pasado eran cristianos, y eso dicho por otros organismos, no por la propia Iglesia. Son cosas que ocurren en India, en Pakistán, en África. En otros sitios se les discrimina como si tuvieran posiciones no correctas. Hay una forma de persecución más venenosa.
P. ¿En el mundo desarrollado?
R. Sí, por ejemplo.
P. Es cierto que en Europa la Iglesia ha perdido mucho poder.
R. El que mira a la Iglesia como un poder se equivoca, está fuera de juego. El mensaje de la Iglesia es perseguido donde hay una posición absolutista. En lugares donde no se admite la libertad religiosa. Se calcula que unos 100.000 cristianos han sido perseguidos, encarcelados o asesinados el año pasado. Una madre de familia, Asia Bibi, lleva tres años encarcelada en Pakistán y son pocos los poderes temporales que levantan la voz. Estas cosas hacen sufrir también. Y el Papa se da cuenta de que el mar del mundo está agitado y que la barca de la Iglesia necesita alguien con un pulso firme al timón.
P. ¿Y qué perfil tendría que tener el hombre que se ponga al timón, el nuevo Papa?
R. Lo principal son dos cosas. Primero, es necesario que sea un hombre enamorado de Cristo. Que conozca y ame al fundador de la Iglesia católica.
P. Pero eso lo cumplen todos los cardenales.
R. Sí, claro, pero no de la misma manera. Todos los cardenales saben hablar, pero se trata de ver quién habla mejor. Hay grados de santidad en las personas. No es lo mismo el que tiene vocación de monje, como Celestino V, que otro que sea igualmente amigo de Cristo, pero que esté al tanto de lo que pasa en el mundo, de las corrientes ideológicas, culturales, que agitan las aguas del mundo.
P. ¿Y la segunda condición?
R. Que sea capaz de explicar su amor a Dios.
P. Es decir, que sea buen comunicador.
R. Sí, exacto. Que sepa llevar adelante esta nueva evangelización. Dar a conocer a Cristo al mundo.
P. La edad, ¿es importante?
R. Sí, son cosas secundarias, pero de gran importancia. La edad, la salud, el conocimiento de idiomas, la capacidad de viajar, y puede que también la nacionalidad.

miércoles, 20 de febrero de 2013

El puente de los hábitos

José Ramón Ayllón

Ponencia del autor en ‘Aula 2013 - Encuentro Familia y Escuela’, 16 febrero 2013, en IFEMA (Madrid)

      Abotargados por la omnipresente cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros jóvenes padezcan la falta de voluntad de ‘Felipe’ y la indiferencia desdeñosa de ‘Manolito’, que se pregunta: «a mí qué más me da saber si el Everest es navegable o no».

      Hace más de una década se publicó en España “El valor de educar”. Fernando Savater, su autor, nos advertía, de entrada, que un pesimista puede ser un buen domador, pero no un buen maestro. Y que la educación exige el optimismo como la natación exige el agua.

      Sin embargo, al mismo tiempo reconocía que la educación en España es una calamidad, un desastre, hasta el punto de haber llegado al extremo de educar en defensa propia, por instinto de conservación.

      ¿Exageraba Savater? No. Las sucesivas evaluaciones del Informe PISA le dan la razón. Confirman que estamos a la cola de Europa, que nuestros escolares suspenden una y otra vez en asignaturas fundamentales y comprensión lectora.

      Después de cada Informe viene Pérez Reverte y despedaza a los últimos ministros y ministras de Educación, responsables −según él− de este hundimiento académico. La verdad es que resulta fácil concluir −y no seré yo quien lo niegue− que los Gobiernos y sus reformas educativas tienen bastante culpa del triunfo de la ignorancia en nuestros lares. Pero me parece que esa culpa ha de repartirse un poco.

      Sin apuntar a España, Steiner escribe “La barbarie de la ignorancia” y se queja de que, en todo el mundo, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos prefieren −y están en su perfecto derecho− la televisión idiota, la lotería, el Tour de Francia, el fútbol o el bingo antes que la cultura escrita. El sabio profesor confiesa que lleva toda su vida esperando que la escolarización obligatoria y la proliferación de bibliotecas cambien tal porcentaje, pero eso nunca sucede. Porque el animal humano es muy perezoso, mientras que la cultura es exigente.

      Así que la cuestión no es solo de Gobiernos y ministros, sino mucho más profunda: hemos topado con la naturaleza humana, esa mezcla inestable y explosiva, explotada por una cultura del ocio que antes sencillamente no existía.

      Es evidente que ponerse a estudiar es una elección. En la sencilla disyuntiva entre estudiar o no estudiar, la probabilidad de abrir un libro puede ser alta. En cambio, si lo que se me ofrece como alternativa es entrenar con mi equipo de fútbol, ver una película, manejar la Play o la Game, navegar por internet, chatear, asistir a clases de inglés en una academia, o de clarinete en un Conservatorio…, entonces también es evidente que la probabilidad de abrir un libro será mínima.

      El estudio requiere tiempo y sosiego, justo lo que apenas tenemos en nuestras sociedades avanzadas. Tiene que resultar muy difícil estudiar en medio de la trepidación de un parque de atracciones, y en eso se están convirtiendo ciudades y hogares de una España que −en frase de Umbral− ya no es de izquierdas ni de derechas, sino de El Corte Inglés.

      Por si fuera poco, este nuevo estilo de vida, al que llamamos “progreso”, tiene otros efectos colaterales, contrarios a cualquier actividad intelectual. El Ministerio de Sanidad reconoce que la cuarta parte de los jóvenes españoles juguetean con la droga y el alcohol de forma irresponsable. Y nos consta que las consultas de niños y adolescentes a psicólogos y psiquiatras aumentan en la misma proporción que las rupturas familiares.

      ¿Qué podemos hacer? “Apague y lea” −como titulaba Sánchez Dragó una de sus columnas− es un buen lema, pero no es fácil aplicarlo, pues ya no estamos enchufados a un televisor, sino a una docena de sofisticados cachivaches, que quizá sean las nuevas cadenas de los nuevos esclavos. Suelo recomendar a mis alumnos menos facebook y más the face on the book, pero solo consigo que sonrían.

      Felipe −el simpático y apático amigo de Mafalda− estaba hace años en minoría. Hoy, por el contrario, Felipe somos todos −niños, jóvenes y adultos−, inmersos en una nueva civilización que −como señala Lipovetsky− ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo, de manera que la obligación ha sido reemplazada por la seducción, el bienestar se ha convertido en Dios, y la publicidad en su profeta.

      Abotargados por la omnipresente cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros jóvenes padezcan la falta de voluntad de Felipe y la indiferencia desdeñosa de Manolito, que se pregunta «a mí qué más me da saber si el Everest es navegable o no».

      ¿Qué hacer con los Felipes y Manolitos que pueden ser mayoría en nuestras aulas? Sabemos que la adquisición de hábitos tiene una enorme importancia educativa. Junto a la naturaleza biológica, que recibimos antes de nacer, la educación nos brinda una segunda naturaleza: a base de repetir los mismos actos, vamos tejiendo nuestro propio estilo de conducta, nuestro modo de ser.

      Pero la libertad nos ofrece la doble posibilidad de lograr tanto una conducta digna y lógica, como una conducta indigna y patológica. Así −dice Aristóteles− unos se hacen justos y otros injustos, unos trabajadores y otros perezosos, responsables o irresponsables, amables o violentos, veraces o mentirosos, reflexivos o precipitados, constantes o inconstantes. En consecuencia, concluye el filósofo, «adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca o mucha importancia: tiene una importancia absoluta».

      Cualquier profesional de la enseñanza sabe que estas palabras de Aristóteles están cargadas de razón. Al igual que una golondrina no hace verano, un acto aislado no constituye un modo de ser, pero su repetición bien puede lograrlo. Por eso se ha dicho que quien siembra actos recoge hábitos, y quien siembra hábitos cosecha su propio carácter.

      Toda repetición supone, en mayor o menor grado, fuerza de voluntad. Pero la voluntad −que lo fue todo durante siglos− tiene mala prensa en una época que valora la libertad por encima de todo. Por eso conviene recordar que una libertad sin voluntad constituye un divorcio nada recomendable.

      Si los hábitos positivos no arraigan pronto, la personalidad del niño y del joven queda a merced de la ley del gusto. Cuando Lázaro de Tormes se aficiona al vino, el astuto ciego a quien servía sospechó y vigiló el jarro en las comidas. Pero el deseo ya había ganado la batalla a la voluntad del chiquillo, quien reconoce con sencillez: «Yo, como estaba hecho al vino, moría por él».

      La adquisición de hábitos tropieza con otro obstáculo permanente: por una misteriosa incoherencia, ningún ser humano es como a él le gustaría ser. «Veo lo mejor y lo apruebo −reconoce el poeta Ovidio−, pero sigo lo peor». No se trata de falta de libertad sino de falta de fuerzas. Quien fuma cuando no quiere fumar, o no respeta el régimen de comida que había decidido guardar, sabe que se contradice libremente.

      Ese querer y no querer no tiene otro tratamiento que el esfuerzo por vencer en cada caso. Esa debilidad constitutiva hace necesario el entrenamiento de la voluntad. Y ese entrenamiento supone esfuerzo, sacrificio, especialmente en sus comienzos. Supone negarse o vencerse en los gustos y en las inclinaciones inmediatas, lo cual sin duda es difícil, pero también gratificante.

      Por vivir en una cultura del éxito, con devoción hacia los que triunfan, conviene aclarar que la fuerza de voluntad no solo es necesaria para el común de los mortales, sino también para los que triunfan, incluso para los genios.

      Demóstenes, el más brillante de los oradores griegos, fue un niño huérfano y tartamudo, con dislalia y muy poca voz. Beethoven compuso la Quinta Sinfonía casi sordo. Mozart compuso su Requiem en el lecho de la muerte, afligido por grandes dolores. Dante escribió la Divina comedia en el destierro y la pobreza, a lo largo de treinta años. La mejor novela del mundo fue escrita por un hombre manco, que supo sobreponerse a la pobreza y a la cárcel, a las humillaciones y a la infamia. Los ejemplos de este estilo son innumerables, y ponen de manifiesto que el mundo avanza a remolque de la gente que persevera en su empeño.

      En España, la cultura del esfuerzo tropieza, desde hace décadas, con el síndrome lúdico, introducido por políticos y pedagogos que ignoran el gran consejo de Unamuno: «El que quiera enseñar jugando, acabará jugando a enseñar». Nuestro síndrome lúdico, reacio a la exigencia y al esfuerzo, es reforzado por algunas señas de identidad de nuestra sociedad. Si para los políticos solo somos votantes −nunca personas−, para la economía capitalista somos consumidores, a ser posible consumidos por el consumo, y cuanto antes.

      Por ello, no nos extraña que entre nosotros proliferen tipos humanos adolescentes, compulsivos, poco dados a la reflexión, con alergia a la responsabilidad. Al hablar de tipos adolescentes no me refiero solamente a los jóvenes. Mercedes Ruiz Paz, en su magnífico ensayo “Los límites de la educación”, tal vez pone el dedo en la auténtica llaga cuando nos dice que en nuestro país, unos millones de adolescentes de 13 a 18 años están siendo educados por otros millones de adolescentes de 30 a 40 años.

      Si este diagnóstico fuera correcto, el problema sería mucho más grave de lo que parece. Tendríamos que preguntarnos quién educa a los educadores, y estaríamos, realmente, ante la madre de todas las crisis.

      La cristalización de un hábito positivo produce una virtud. Por el contrario, si lo que arraiga es un hábito negativo, lo que tendremos es un vicio, como hemos visto en el Lazarillo. De ahí la importancia absoluta de la buena educación, pues lo que está en juego es la persona: su conducta lógica o patológica en el futuro, su vida lograda o malograda. Cervantes dedica este elogio a los profesores del colegio donde muy probablemente estudió:

    Recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.

      De acuerdo con Cervantes, podemos añadir que en la tarea educativa nos interesan los valores, por supuesto. Pero mucho más nos interesan las virtudes, porque éstas son la encarnación de aquellos.

      El paso de los valores a las virtudes es el paso de la teoría del bien a la práctica del bien, y ese tránsito se da por el puente de los hábitos. Con una acertada comparación, Aristóteles dirá que no nos interesa saber en qué consiste la salud, sino estar sanos. Si los valores no se convierten en virtudes, vender valores es vender humo.

      Pero nadie da lo que no tiene. Desde Platón sabemos que solo puede educar en virtudes quien previamente es virtuoso, como «aquellos benditos padres y maestros», de quienes el escritor destaca su amor, su solicitud, sus recursos pedagógicos, su criterio, su paciencia…

      Y esto nos lleva a la certera propuesta de MacIntyre: la urgencia de crear comunidades donde florezcan la vida civil, moral e intelectual en medio de «las nuevas edades oscuras que ya caen sobre nosotros. Pues si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las pasadas edades oscuras, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello, constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente: a San Benito».

José Ramón Ayllón

Ponencia del autor en ‘Aula 2013 - Encuentro Familia y Escuela’, 16 febrero 2013, en IFEMA (Madrid)

domingo, 17 de febrero de 2013

Discurso de Benedicto XVI al Parlamento alemán


En estos tiempos difíciles, es muy interesante leer estas palabras del Papa

Jueves 22 de septiembre de 2011, Berlín

Ilustre Señor Presidente Federal,
Señor Presidente del Bundestag,Señora Canciller Federal,
Señor Presidente  del Bundesrat,Señoras y Señores Diputados

Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.[1] Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano.[3] De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen – “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético.[4] Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.

Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto.[5] ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?

A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.


[1] De civitate Dei, IV, 4, 1.
[2] Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
[3] Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
[4] Waldstein, op. cit. 15-21.
[5] Citado según Waldstein, op. cit. 19.

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